De la tierra procedemos. En la tierra vivimos y en la tierra morimos. Hay tierras que no se olvidan y tierras que son sólo de paso. De lo que nace de la tierra nos alimentamos. De los que se alimentan de la tierra nos nutrimos. La tierra corre por nuestras venas y siembra nuestro cuerpo y alma. Ella es nuestro refugio y es nuestro hogar. Hay más refugios y más hogares, no muy lejos de nosotros, sin embargo siempre elegimos la tierra. Supuestamente fuerte, realmente frágil. La tierra nos da y la tierra nos quita. Es el legado que dejamos a nuestras generaciones futuras. Mucha responsabilidad, poco compromiso. La tierra a veces se queja pero no todos la escuchan. Si la escuchamos no la ignoremos porque de ello dependerá el bienestar de nuestros sucesores. La tierra nos necesita y nosotros la necesitamos a ella.
Solía llamar a Madrid “Los Madriles”. Este topónimo, de “uso dialectal, social y afectivo” que el escritor Benito Pérez Galdós utilizó en sus famosos “Episodios Nacionales”, era una forma popular de referirse a la villa de Madrid, la capital de España, sobre todo en lo que respectaba a su característica más castiza. Ya se sabe que
“de Madrid al cielo y, en el cielo, un agujerito para verlo”
De pequeño, y hasta que empezó en la universidad, vivía con sus padres, Paco y Teresa, y su hermana Monicha en la calle Canarias nº 30 de Madrid.
Su prima Julita me contaba que, a comienzos de los años cincuenta, ella y su hermano Cesarin (al que llamaban familiarmente “El Chache”) iban muchas tardes con su madre Consuelo, la hermana de la madre de mi padre, a jugar a la casa de la calle Canarias nº 30 1º A. Decía Julita que su hermano y ella iban muy contentos atravesando la Ronda de Valencia, la calle Embajadores, la calle Palos de Moguer… hasta llegar a la calle Canarias nº 30. Este piso ahora es de Mario, uno de los sobrinos de mi padre, que vive allí con su hija y lo trata con mucho mimo.
En 1966 mi padre se trasladó a Tarrasa (Barcelona) para estudiar la carrera de Ingeniero Industrial. Allí, en la antigua Egara romana, se matriculó en el segundo curso de Ingeniería Industrial en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales y vivió en un piso que compartía con otros estudiantes.
Fue en Tarrasa donde cambió todo. Fue en Tarrasa donde mi padre conoció y se enamoró de mi madre. Ella vivía en Tarrasa desde 1961. La familia de mi madre, la familia Sánchez Ortuño, había emigrado de Hellín (Albacete) a Tarrasa en busca de nuevas oportunidades laborales.
El cabeza de familia, Bartolomé Sánchez Marín, era todo un negociante. En Hellín se había dedicado a un sinfín de actividades. Así por ejemplo, compraba fincas con frutales, y una vez vendía los frutos que recogía de los frutales, ponía a la venta la finca, con lo cual ya había sacado un beneficio importante a la inicial compra del terreno. Fue también comerciante de madera y tuvo un taller en el que se fabricaban los tapones de chapa para las botellas de vidrio.
La cabeza de familia, Esperanza Ortuño Requena, fue una madre muy trabajadora y entregada a su familia. Tuvo cinco hijos con su marido Bartolomé, un chico y cuatro chicas, llamados Juan, Lola, Emilia, Esperanza y la más pequeña, mi madre, María del Carmen. Pero Bartolomé, que se había casado en primeras nupcias con otra mujer y había enviudado, tenía ya dos hijos, Diego y Miguel. Así que era una gran familia de siete miembros.
De toda la familia, Diego y Miguel, los hijos más mayores y que ya estaban casados, se quedaron en Hellín, mientras que el resto de la familia fue a probar suerte a Tarrasa. Allí les esperaba su hijo Juan, que había hecho una avanzadilla, y ya trabajaba en el Ayuntamiento de Tarrasa. Él ayudó al resto de la familia a conseguir un piso de alquiler en el que alojarse e iniciar una nueva etapa en Tarrasa.
Una vez casados decidieron mudarse a Madrid. Mi padre, de esta forma, volvía a su querido Madrid. Nada más llegar a la capital, mis padres cogieron un piso en la “Ciudad Los Ángeles”, un barrio perteneciente al distrito de Villaverde, situado en el sur de Madrid, y construido en los años 50 y 60. Allí nacimos mi hermana Patricia, mi hermana Irene y yo. Al crecer la familia tan rápidamente, mi madre se dedicó íntegramente al cuidado de sus hijos y no volvió a trabajar como profesora.
Mi padre entró a trabajar en Marconi Española SA, una gran empresa que se dedicaba a la fabricación de material de telecomunicaciones. En Marconi mi padre hizo viajes por trabajo a diversas ciudades de Europa, como París, Londres, Bruselas o Milán. De cada país que visitaba nos traía un pedacito de ellos en forma de regalo y también nos traía muchas historias y anécdotas que contar.
Al ser ya cinco de familia, mis padres pensaron que igual era buen momento para irnos a vivir a otro piso un poco más grande que en el que vivíamos en la “Ciudad de los Ángeles”. Y dicho y hecho, a principios del año 1978 nos fuimos a vivir a un nuevo barrio de Madrid, el barrio de las Acacias. Este barrio, situado en el sur de Madrid, pertenecía al distrito de Arganzuela y estaba relativamente cerca del centro de la capital. Era un barrio bastante tranquilo y con muchas zonas verdes.
En el barrio de las Acacias, nosotros vivíamos en la calle Villa de Arbancón 7. En esa calle había una urbanización que fue construida en 1977 y que contaba con un total de 7 bloques que formaban una “manzana” ya que estaban delimitados por cuatro calles: la calle Villa de Arbancón, la calle Soria, el Paseo de las Acacias y la calle de la Ribera de Curtidores.
Nosotros vivíamos en el bloque 7 en la planta tercera ¡Cuántas veces mis hermanas y yo pulsábamos el botón del interfono de casa de la placa del portero automático de nuestro portal para pedir a mis padres que estaban arriba que nos dejasen dar una vuelta a la manzana¡ ¡Y cuántas veces mis padres nos respondían que no!
En 1981 nació mi hermano Nacho y así se cerraba un círculo, el de nuestra familia.
El siguiente paso era elegir destino entre las plazas de funcionario del Cuerpo Especial de Inspectores Financieros y Tributarios del Estado que estaban disponibles en el conjunto del territorio español.
Era muy complicado que a mi padre le diesen plaza en Madrid, en la capital, ya que acababa de aprobar las oposiciones y el sistema de selección de destinos en este tipo de oposiciones permitía a las personas que habían promocionado de forma interna decidir dónde ejercerían antes de que los destinos fuesen ofertados a los aspirantes que acababan de aprobar la oposición.
También mi padre tenía que decidir entre ejercer su nuevo puesto de trabajo en una Delegación o en una Administración. Esto significaba que si elegía una Delegación trabajaría en el centro de la ciudad y si, por el contrario, elegía una Administración trabajaría en las afueras de la ciudad o en un pueblo. Otra de las grandes cuestiones que mi padre y mi madre tuvieron que tener en cuenta era el coste de vida en la ciudad de destino atendiendo a la situación económica en la que la familia nos encontrábamos.
En resumen, elegir destino no era una tarea fácil. Mis padres tuvieron que poner en una balanza los pros y los contras de cada lugar al que podríamos ir a vivir. Después de darle muchas vueltas a la cabeza, hubo un destino que encabezaba la lista.
Ese destino era Tarrasa. Volvía a aparecer otra vez el nombre de esta ciudad en la vida de mi padre. En la vida de mi madre. Esa ciudad a la que mi padre fue a estudiar Ingeniería Industrial. Esa ciudad en la que mis padres, por capricho del destino, se conocieron y se enamoraron. Esa ciudad iba a ser el nuevo destino de la familia Morillo Sánchez. Y es que en Tarrasa seguía viviendo parte de la familia de mi madre.
La madre de mi madre, la abuelita Esperanza, que quedó viuda de su marido Bartolomé poco después de que mi padre y mi madre se casaran, vivía en un piso en la calle Estanislau Figueras. Con ella vivían las tres hermanas solteras de mi madre, Lola, Emilia y Esperanza. Además, el hermano de mi madre, Juan, también seguía viviendo en Tarrasa con su mujer Carmen y sus hijas Carmen Mari y Olga.
Y así fue que el 28 de diciembre de 1984 dejamos nuestra querida Madrid para ir a vivir a Tarrasa a iniciar una nueva etapa.
Fue muy duro dejar nuestra vida en Madrid. Mis padres habían tomado una decisión y mis hermanos y yo les acompañaríamos en esa nueva andadura familiar. Mis hermanos y yo decíamos adiós a una vida en la que, como niños, éramos felices en Madrid. Recuerdo que, justo antes de cerrar con llave el piso de Madrid el día que nos mudábamos a Tarrasa, me quedé en un rincón de la casa en cuclillas y lloré muchísimo. Lloré de tristeza, lloré porque sentí que me arrancaban de mi paraíso.
Tarrasa era muy diferente a Madrid. De haber sido una ciudad tan industrial, especialmente en el ámbito textil con sus fábricas a pleno rendimiento a mediados del siglo XIX, Tarrasa pasó a ser una ciudad, en el momento en que nosotros llegamos, casi de aspecto inhóspito debido a que la gran parte de las fábricas estaban en desuso. Sin embargo, cuando te acostumbrabas a ese paisaje industrial no te parecía que fuese un paisaje tan desangelado.
Recuerdo que una de las cosas que más nos llamó la atención al llegar a Tarrasa fueron sus calles estrechas y empinadas de aceras casi milimétricas. Por la acera no podía ir más de una persona. A mi padre le ponía muy nervioso ir por esas calles cuando íbamos todos juntos porque nos teníamos que poner en fila india. Si venía alguien caminando en dirección contraria o bien seguíamos caminando en la acera y la otra persona tenía que bajar a la calzada; o bien éramos nosotros los que nos teníamos que bajar de la acera para dejar pasar al transeúnte. Así que había que estar siempre muy atento que no pasase un coche por la calzada mientras se realizaba ese relevo peatonal entre acera y calzada.
Mis padres desde un principio tenían claro que Tarrasa no iba a ser la ciudad en la que nos quedásemos a vivir para siempre. Querían que su familia viviese en una tierra en la que pudiesen hablar castellano sin problema y en la que sus hijos pudiesen, no sólo aprender en castellano, sino también aprender la historia y geografía de España. Así que mi padre empezó a realizar las gestiones oportunas para solicitar una plaza de Inspector de Hacienda en otra ciudad de España.
Mi padre y mi madre nos pusieron sobre la mesa tres ciudades que podrían cumplir los requisitos para ser una ciudad en la que vivir. Esas ciudades fueron Salamanca, León y Zaragoza. Cada vez Salamanca iba ganando posiciones para ser la elegida. Situada en Castilla y León, la historia de Salamanca se remontaba a la época celta y era conocida por su arquitectura ornamental de arenisca. Sobre todo tenía una universidad, en la que mis hermanos y yo podríamos elegir estudiar entre un amplio abanico de carreras universitarias. Incluso mis padres hicieron varios viajes para conocer la ciudad más a fondo.
Aunque el atractivo de Salamanca era muy grande, mis padres querían vivir también en una ciudad en la que no estuviésemos muy lejos de nuestra familia más cercana que residía principalmente en Madrid y Tarrasa. Este requisito lo cumplía a la perfección Zaragoza ya que estaba a 297 km de Barcelona y a 304 km de Madrid.
Aunque no teníamos coche, la ciudad de Zaragoza estaba perfectamente comunicada con Tarrasa y Madrid por vía férrea, con lo cual nuestra movilidad en un sentido u otro estaba garantizada. Además Zaragoza, La Caesaraugusta, tenía una historia que se remontaba al año 24 A.C ya que fue fundada como una colonia inmune a Roma. Cercanía a la familia, historia corriendo por sus calles, Zaragoza fue la ciudad que escogimos para vivir. Y fue esa tierra, y sus gentes, la que nos acoge y cuida hasta la actualidad.
Desde que tengo uso de razón mi familia y yo hemos pasado la mayor parte de nuestras vacaciones de verano en Blanes, Gerona. Los primeros “colonos” de nuestra familia en llegar a esas tierras fueron mi abuela Esperanza, la madre de mi madre, y mis tías, las hermanas de mi madre, Lola, Emilia y Esperanza que vivían en Tarrasa. Después nació mi hermana Patricia , que con sólo un año pisaba terreno blandense, y luego ya fuimos apareciendo el resto de la familia en escena.
Hubo un lugar en Madrid. Hubo una tierra llamada Pozuelo de Alarcón donde celebrábamos las Navidades con la hermana de mi padre, Monicha, su marido, José Mario, y sus hijos, Jesús y Mario. Los cuatro vivieron muchos años en un chalet precioso en la Calle Duero 1 que fue testigo de los mejores momentos vividos entre los Villoria Morillo y los Morillo Sánchez. Pozuelo de Alarcón para nosotros era sinónimo de felicidad. Incluso cuando en unos deberes del colegio me dijeron que pusiese cuál era mi pueblo, yo puse:
«Pocuelo»
refiriéndome a Pozuelo de Alarcón. A mi padre le hizo tanta gracia lo de «Pocuelo» que en muchas ocasiones utilizaba ese nombre en vez de el original.
Cuando la hermana de mi padre, Monicha, falleció, mi padre y mi madre se unieron mucho a José Mario porque se preocupaban por él. Él venía muchas veces a visitarnos a Zaragoza a lo largo del año. Mis padres y él hacían viajes juntos. Como José Mario no tenía ni un ápice de pereza en coger el coche, se iban juntos a Benidorm. Cuando iban allí se pasaban por Alicante para visitar a los primos que mi padre tenía allí, Federiquin y Gerardin. Los tres fueron muy felices en estas idas y venidas. José Mario encontró en mis padres unos buenos compañeros de viaje y mis padres descubrieron con él nuevos lugares y una sensación de libertad no experimentada anteriormente.
Y es que a mí padre le hacía mucha gracia lo que mis hermanos y yo decíamos de Asturias de:
«si vas para cinco días no engordas, pero si te quedas una semana, o más, igual tienes que volver rodando»
Por esos lares del norte de España suelen recalar otros miembros de la familia. El hermano de José Mario, Miguel Ángel, y su esposa, María Luisa, tienen una casa en Benia de Onís. La prima de mi padre, Julita, y su marido, Enrique, tienen una morada en Nueva, que es una parroquia asturiana del concejo de Llanes. El sobrino de mi padre, Jesús, solía veranear en Llanes.
¡Cómo se lo pasaban de bien mis padres en las reuniones familiares que se celebraban en cualquiera de esas casas! Mis hermanos y yo también catamos esos sabores y esa felicidad. Padres, hijos, y nietos todos juntos y revueltos. Pérez, Morillo, Villoria…y más. Todos diferentes pero todos muy bien avenidos.
Lamentablemente, el 18 de febrero de 2017 fallecía José Mario. Da la sensación que en esta vida, cuando alcanzas y tocas la felicidad, hay otra fuerza que te impide saborear eternamente ese estado de dicha. Nadie esperábamos este revés del destino. Otro de los buenos se iba. Y mis padres, al fallecer Jose Mario, empezaron a marchitarse y no volvieron a visitar esas tierras asturianas.