Los recuerdos, la memoria y el cerebro están intrínsecamente relacionados. La memoria es la capacidad de adquirir y recuperar recuerdos y el cerebro es el órgano físico donde se procesan y almacenan dichos recuerdos. Según su etimología, la palabra recuerdo proviene del vocablo latino recordari que está compuesto por el prefijo re-, que quiere decir “de nuevo”, y cordis, que es sinónimo de corazón con lo cual dicho vocablo significaría “pasar nuevamente por el corazón”. Y eso tenía mucho sentido ya que en la antigüedad se ubicaba la mente en el corazón. Entonces un recuerdo sería volver a sentir en la mente un hecho del pasado.
Los recuerdos pueden ser voluntarios o involuntarios. Pueden ser conscientes o inconscientes. Hay recuerdos buenos y recuerdos malos. Hay quien tiene recuerdos de su más temprana edad y otros que tienen incapacidad para evocar las vivencias que tuvieron lugar al principio de sus vidas. Cada vez que volvemos a traer un recuerdo a la memoria lo modificamos un poco ya que añadimos matices, exageramos, alteramos conversaciones y, lo más importante, damos a los recuerdos un significado. Así Albert Einstein afirmó que «los recuerdos son engañosos porque están coloreados con los eventos del presente». Entonces, ¿podría decirse que «para gustos, los recuerdos»?.
Lo importante de un recuerdo es la emoción o emociones que genera en el individuo. Un aroma, una canción, una imagen o un tacto específico pueden hacer más vívido y consistente un recuerdo aumentando las probabilidades de conservarlo y recuperarlo. Los recuerdos además tienen el gran poder de evocar a las personas fallecidas. Woody Allen se preguntó allá por 1988: “si un recuerdo es algo que se tiene o algo que se ha perdido”.
Sus recuerdos I
Mi padre guardaba muy buenos recuerdos de su paso por la mili. Él hizo el servicio militar en el cuartel “El Goloso”, nombre que a mis hermanos y a mi nos hacía mucha gracia. “El Goloso” era una base militar española situada entre Madrid y Tres Cantos, lindando con el término municipal de Alcobendas. Tuvo mucha suerte porque le destinaron a su propia ciudad y así no estaba lejos de su familia.
Recordaba las buenas amistades que hizo y los buenos momentos pasados. Alguna vez le tocó pelar patatas o pasar una noche en el calabozo por incumplir alguna regla, pero fueron las menos, ya que mi padre era muy disciplinado en todo lo que hacía. Recordaba la rapada de pelo, el vestir uniforme, los madrugones para estar en la comandancia a su debida hora, los paseos en la caja de carga de algún camión, la asignación de brigada, los continuos pases de lista, las guardias con los sargentos y pegar tiros con el fusil. De hecho mi padre guardaba con mucho cariño una bala que se llevó a casa de su paso por la mili.
Durante su última estancia en el hospital recordaba cuando prestó juramento de fidelidad a la bandera española el 26 de septiembre de 1971. Recordaba las marchas militares que le acompañaron ese día al desfilar. Recordaba besar a su amada bandera. Y se emocionó mucho. Me dijo:
“¡Hace ya cincuenta años que juré la bandera! ”
y una lagrima cayó por su mejilla.
Él siempre conservó la tradición de enviar postales por correo cuando estaba de vacaciones o de visita en otro lugar. Creo que muy poca gente escribe postales en esta era de la nuevas tecnologías. Enviando postales, mi padre enviaba recuerdos. Y así había un intercambio de postales, de recuerdos, entre él y los destinatarios que a su vez respondían a sus misivas.
Su amigo y camarada, Jesús M., cuenta que le mandó a mi padre una postal desde Molina de Aragón porque se fue una semana a trabajar allí. Cuando fue al quiosco a comprar la postal para enviársela a mi padre, el señor que le atendió se extrañó que le pidiesen una postal. Y como mi padre guardaba todos los recuerdos, esa postal también la guardó y la colocó debajo del cristal de la mesa de su despacho lugar en el que él atesoraba los recuerdos más queridos.
También conservaba con mucho cariño una postal que le envió su amigo y camarada, Andrés P. desde Brasil, país en el que vive desde hace unos cuantos años. La última vez que volvió a España fue unos meses después de que mi padre falleciese y es que mi padre y Andrés P. tenían previsto reencontrarse para esas fechas, lo cual desgraciadamente no fue posible.
Después de la muerte de mi padre, un compañero suyo de Hacienda, Sergio R., se puso en contacto conmigo para decirme que tenía unas postales guardadas que le había enviado mi padre a lo largo de los años. Sergio sabía, por este blog, lo mucho que significaba para mi cualquier recuerdo de mi padre. Así que quiso que yo tuviese esas postales, un pedacito más de él, y agradecí enormemente ese gesto.
Desde nuestra casa hasta allí habían unos 3 km de distancia, más o menos, y mi padre solía coger el autobús de línea para realizar ese trayecto. Sin embargo, si salía con tiempo de sobra, le gustaba ir andando al trabajo dándose un paseo por las calles. Era una Administración pequeña en la que mi padre encajó a la perfección y recordaba con cariño los años en los que estuvo trabajando en ella.
Carlos L., un ex compañero de Hacienda, cuenta que conoció a mi padre cuando él mismo fue destinado desde la Inspección de Huesca a la Administración de Delicias en marzo de 1991. Dice que en la Administración de Delicias mi padre era jefe de la Unidad de Inspección de dicha Administración. Enseguida mi padre le incorporó a su equipo como uno más y le iba a buscar para que se fuera a desayunar con él y con el resto de compañeros.
Dice Carlos L. que recuerda el buen ambiente que había en esa Administración de unos cincuenta funcionarios, que con una media de edad de treinta años, mi padre siendo mayor que la mayoría, cuarenta y cinco años tenía entonces, era el animador de todos y colaboraba y estaba pendiente para ayudar en lo que fuera necesario.
El 16 de junio de 1992, mi padre pasó a trabajar de la Administración de Hacienda de Delicias a la Delegación de Hacienda de la calle Albareda nº 16 para incorporarse a un equipo de Inspección de la Delegación Central. Mi padre estaba muy a gusto en la Delegación de Delicias, pero enseguida se adaptó a la Delegación de la calle Albareda. Además, como la nueva Delegación estaba más cerca de casa, podía ir andando hasta el trabajo. En aquel entonces aquella Delegación disponía de una cafetería-restaurante a la que muchas veces mis padres, mis hermanos y yo íbamos a comer y así pasábamos un rato juntos.
Mi padre ocupaba un despacho muy luminoso en la planta 5ª. Cuando iba a hacerle alguna visita, recuerdo sentir el sol que daba en la ventana de su despacho, sobre todo a principios de primavera. Recuerdo que entonces él se quitaba la chaqueta del calor que hacía y la ponía en el respaldo de su silla. Cuando me iba, él se volvía a poner la chaqueta que había dejado en el respaldo de la silla y me acompañaba la zona de ascensores de su planta. Mi padre entonces apretaba el botón de llamada y cuando se abrían las puertas del ascensor me daba un besito en la mejilla y me decía:
“!Hasta luego chata¡” o “¡Hasta luego nena!”
Y yo bajaba en el ascensor contenta de haber visto a mi padre y orgullosísima de él.
Mi padre se jubiló de Hacienda en febrero en 2014 a los 70 años , tras cumplirse la prórroga de cinco años. De esta manera finalizaba su etapa de funcionario en las tareas de Inspección que había iniciado hacía ya 30 años. Él guardó siempre todos los buenos recuerdos de esa, su segunda casa. Y a su vez, los compañeros de mi padre también guardaron los buenos recuerdos de ese madrileño que se adaptó a las mil maravilla a sus compañeros de trabajo.
Mi padre guardó para el resto de su vida el recuerdo de pasear por La Promenade des Anglais de Niza. De pequeño había leído muchos libros en los que aparecía nombrada esa avenida, la más famosa de Niza y la que reunía a la gran parte del turismo en verano. Ese famoso paseo rodeaba toda la bahía de la ciudad y tenía unos 4 km de largo. Su nombre provenía de cuando los ingleses visitaban la ciudad en invierno y paseaban por la orilla del mar. Parte del encanto de esa época aún se podía ver en la arquitectura de los hoteles de finales de siglo que hay a lo largo del paseo.
Mi hermano Nacho ayudó a crear ese recuerdo. Y es que una de las veces que mis padres viajaron en tren a Montpellier para visitar a mi hermano que trabajaba allí. Él les llevó a Niza y mi padre caminó de la mano de mi madre por el famoso paseo.
Y es precisamente de mi hermana Patricia de la que siempre hemos admirado la capacidad que tiene para evocar recuerdos de cuando era muy pequeña. Se acuerda de muchas cosas que por ejemplo yo, con menos de dos años de diferencia con respecto a ella, me resultan imposibles de remememorar. Se acuerda por ejemplo de cómo eran los suelos de la primera casa en la que vivimos en Madrid en La Ciudad de Los Ángeles y eso que apenas tenía dos o tres años.
También recuerda que nuestras tías, las hermanas de mi madre, le llevaron de muy pequeña a Hellín a la celebración de una matanza de cerdos, una costumbre muy típica de ese lugar donde nacieron mi madre y sus hermanas.
Mi hermana, así mismo, rememora cómo mis padres, para unos Reyes, escondieron unas Nancy maquillaje de regalo, para mis hermanas y para mi, en la terraza de la casa de la calle Villa de Arbancon 7 de Madrid. Ella entonces tenía muy pocos años de edad por lo que hace pensar que mi hermana, para entonces, ya conocía el misterio que escondían los Reyes Magos. Igualmente, con apenas tres años, recuerda como en un terraplencillo de una calle de Blanes perdió una pulserita que llevaba en la muñeca.
Justo en Blanes tenemos muy buenos recuerdos de cuando íbamos a veranear allí. Los primeros apartamentos en los que estuvimos fueron «Los Mediterráneo» fáciles de recordar por su fachada pintada de color azul klein que contrastaba con sus balcones blancos nucleares. Hacia el año 1973, mis tías compraron un apartamento en esos bloques y al poco tiempo fueron también a veranear allí mi padre, mi madre y mi hermana Patricia que apenas tenía un año de edad.
Posteriormente, cuando nacimos mis otros hermanos y yo, ya íbamos toda la familia a pasar las vacaciones de verano a aquel lugar costero. Recordamos de esos apartamentos, su piscina exterior que estaba elevada unos metros a ras del suelo y la hiedra frondosa que crecía entre la base de la piscina y el suelo.
Por la noche esa piscina con sus tenues luces interiores y esa hiedra que la envolvía, creaba un lugar exótico que era ideal para que los niños jugásemos al escondite.
Aunque los buenos recuerdos de nuestra estancia en Blanes son los que priman, es cierto que también recordamos alguna mala experiencia como un día en el que mi hermana Irene se encontró un bicho muy grande en el jardín de los apartamentos. Fue tal la impresión que le causó verlo, que le provocó una elevada fiebre. Aunque fue un mal recuerdo para mí hermana Irene, en mi casa siempre intentamos dar un toque de humor a todo y entonces recordamos también el momento en el que yo intenté explicar a mis padres qué es lo que había pasado y les dije de forma muy sentenciosa:
«el bicho era como un perro, pero con alas»
Hay aromas que te trasladan a tiempos pasados que ya casi habías olvidado, olores que forman parte de un mundo ya lejano. Hay sobremesas que saben a recuerdos y hay recuerdos que saben a sobremesas. Esos momentos después de la comida en los que se charla y habitualmente se utilizan expresiones como:
“¿Te acuerdas aquella vez que…?”, “Cuando yo era pequeño…”, “Recuerdo una ocasión en la que…”
No importa cómo completes esas frases, lo importante es compartirlo. Mi padre disfrutaba especialmente de las sobremesas.
En casa, cuando acabábamos la sobremesa mi padre le decía a mi madre:
“¡Venga titis, que friego yo! ”
y ahí se iniciaba una discusión entre los dos entorno a quién fregaba o quién fregaba más rápido o mejor.
Mi padre y nosotros recordábamos las sobremesas que hacíamos en el chalet de Pozuelo de Alarcón de Madrid. Ese chalet que tantos recuerdos nos ha regalado. Ese chalet en el que vivían la hermana de mi padre, Monicha, su marido, José Mario y sus hijos, Jesús y Mario.
En ese chalet había un rincón de chimenea, de televisión, de mesa de madera, de alfombra, de sofá, de sillones, de estanterías y de balaustrada, en las que todos pasábamos muchas veladas después de las comidas y las cenas. Hacíamos sobremesa y después veíamos alguna película en la televisión. Incluso en ocasiones, mi hermana Irene y yo amenizábamos la velada de todos los asistentes con un derroche de talento musical sin igual. Eran sobremesas que sabían a Navidad y alegría.
Sonadas eran las barbacoas que hacíamos en Blanes en el patio interior de una casita que alquilamos durante varios veraneos en Blanes. A esas barbacoas acudían mis tías, Lola, Emilia y Esperanza, «Los Florindos”, y amigos nuestros como Cristian, Diego, José y Juan. «Los Florindos» por ejemplo se encargaban de traer longanizas, butifarras y similares y nosotros por ejemplo comprábamos las sardinas.
Mi madre era la jefa de la barbacoa, la que hacía el fuego y la que lo mantenía e indicaba cuando se podían empezar a poner los alimentos para asar. Recuerdo que acaba con el pelo de color casi gris porque se le llenaba de pavesas, esas partículas incandescentes que se desprendían de las ramas y hojas secas que estaban ardiendo. Cuando mi madre se cansaba de atizar el fuego, y estar al lado de la barbacoa, mi padre la sustituía.
Veladas en el patio interior, sentados todos en mesas improvisadas porque no habían bastantes mesas en casa para nosotros y los invitados, oliendo a brasa, comiendo y bebiendo. Haciendo sobremesas en las que los maestros en contar anécdotas y recuerdos eran mi padre y sobre todo Juanito, el patriarca de «Los Florindos». Se oían risas y carcajadas, se disfrutaba de la compañía.
Eran sobremesas interminables para el reloj pero cortas para nuestros corazones. Cuando finalizaban nos despedíamos de nuestros invitados y todos decíamos lo bien que nos lo habíamos pasado y lo bueno que estaba todo. Decíamos que deberíamos volverlo a repetir y sabíamos que lo haríamos.