Hay otras artes no conocidas por todos. Hay otras artes conocidas por los más cercanos. Hay otras artes familiares. Ellas contribuirán al descubrimiento de uno mismo, a explorar su identidad y, en consecuencia, al conocimiento del otro. Potenciarán la dinámica de la familia y ayudarán a cultivar en el individuo un sentido de pertenencia y orgullo. Promoverán la empatía y el respeto, elementos esenciales para construir relaciones sólidas y saludables en el seno del círculo familiar.
Transformarán espacios y así convertirán hogares en refugios de inspiración y creatividad. Fomentarán un diálogo persistente entre los miembros enriqueciendo las relaciones y creando recuerdos imborrables. No sólo fortalecerán los lazos afectivos sino que también crearán un ambiente propicio para el aprendizaje, un ambiente donde cada miembro se sentirá valorado y escuchado.
justo entonces le llamaba mi madre y, por ejemplo, le decía:
“¡Paco, ven un momento a la cocina que no sé qué le pasa al grifo!”
o
“¡Paco, mira a ver si está cerrada la habitación de nuestro dormitorio!”
o
“¡Paco, llama al vecino de arriba que se le ha caído un paño a nuestro tendedero! ”
Entonces, aunque gruñía un poco porque se acababa de sentar, mi padre cumplía con total diligencia las peticiones de mi madre. Y es que en nuestra casa había una norma implícita que mi padre enunció de la siguiente forma:
“Artículo 1. La jefa siempre tiene la razón
Artículo 2. En caso de no tenerla, se aplicará el artículo primero”
Mi madre poseía, y posee, el arte susurrar a las plantas. Siempre le han gustado las plantas y mi padre decía que tenía muy buena mano con ellas. Cuando teníamos que regalarle algo, y como según mi padre «la titis is very difficult to please», al final optábamos por apostar a caballo ganador y obsequiarla con plantas. En casa tenemos una pequeña terraza que da a la Calle Ricla y que mi madre la llena de macetas, especialmente de geranios, y enseguida florecen. Es el sitio de su recreo.
Cuando por el frío del invierno o por a sequedad del verano aquellos geranios tan coloridos pierden su lustre, mi madre no se rinde y los saca a flote porque
«el trabajo de un artista no es sucumbir al desaliento sino encontrar un antídoto para el vacío de la existencia»
De recién casados mi madre cultivó el arte de dar sustos a mi padre. Se escondía en casa y estaba preparada para sorprender a mi padre cuando éste llegaba del trabajo. Mi padre tenía un gran repertorio para expresar su sobresalto al ser asustado y así afirmaba:
“Me ha dado un telele”, “Me ha dado un soponcio”, “Me han dado las del beri“, “Me ha dado un jamacuco”, “Me ha dado un parraque”, “Me ha dado un arrechucho”, “Me ha dado un yuyu”, “Me ha dado un síncope” o “Me ha dado un tabardillo”
Un día de mediados de julio de 1974, pocas semanas antes de que saliese de cuentas del embarazo de mi hermana Patricia, mi madre quiso gastarle un susto-broma a mi padre. Con esa intención, puso un muñeco debajo de las sabanitas de la cuna que ellos habían destinado para arropar a su primer vástago.
Entonces, cuando ese día mi padre volvió a casa del trabajo, mi madre le dijo a mi padre que ya había dado a luz y le enseñó la cuna con el muñeco que estaba cubierto por las sábanas. Mi padre no podía dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Ese día mi padre se llevó un susto y unas risas.
Desde muy pequeño mi padre estuvo unido al mar.
La familia Morillo y la familia Pérez iban de vacaciones de veraneo a Miño (La Coruña). Allí mi padre coincidía con su primo Federiquin y el hermano de éste, Gerardin, que son los hijos de Federico, el hermano pequeño de la abuela Teresa, y que vivían en Ferrol.
Mi padre nos contaba que en unas vacaciones en las que él, sus padres y su hermana Monicha cogieron el tren desde Madrid a Miño, escucharon decir a los viajeros que, en aquellas aguas a las que se dirigían, se habían ahogado varias personas recientemente. Al oír tales comentarios, y ya bastante asustados, él, su hermana y sus padres estuvieron a un tris de dar la vuelta y volver a Madrid.
Mario, el hijo menor de Monicha, solía asustar a su madre cada vez que mi padre llamaba por teléfono al chalet en el que vivían en Pozuelo de Alarcón y así Mario le decía a su madre
«te llama un inspector de Hacienda»
Ella siempre se asustaba al oír esas palabras. Con el paso del tiempo Mario denominó a ese tipo de sustos que la familia Morillo tanto magníficaba, «la histeria de los Morillo». Y esa histeria ha sido todo un arte que ha pasado de generación en generación.
Cuando mis padres iban de veraneo a la playa los recados adquirían un papel muy importante para mi padre. A mi madre le encantaba tomar el sol vuelta y vuelta, como una lagartija, sin embargo a mi padre no. Para poder estar con ella sin tenerse que someter a esas largas sesiones de sol, mi padre optaba por estar bajo la sombrilla leyendo o hacer recados.
Y entonces el gran pakitin se iba al hotel o al apartamento, según fuese el caso, a por una botella de agua fría para que mi madre bebiese en la playa. Igual hacía otro paseíto a comprar el periódico. Otro a comprar el pan. Y con esas idas y venidas el día de playa era más soportable y llevadero para él.
Desde muy pequeñita mi hermana Patricia practicaba el arte del “coche-calle, coche-calle”. Es decir, que quería salir a dar un paseo a la calle en su cochecito.
Las ganas de salir a la calle que mi hermana tenía de pequeña las sigue teniendo en la actualidad, y si cabe, más agudizadas que de niña. De hecho es que a su pareja José Antonio y a su hijo Miguelin también les gusta mucho estar fuera de casa.
No sin parte de razón, mi padre solía decir:
“¿¡Es que esa familia no puede quedarse una tarde en casa tranquilamente leyendo un libro?! ”,
“A esa familia no les pillará una bomba en casa”
o
“A esa familia no se les caerá la casa encima”
Mi hermana Patricia también tiene el arte de posar bien para las fotos. Mi padre comentaba:
“¡Qué bien sabe ponerse Patri en las fotos!”
y, de broma, añadía :
”¡Qué bien posa la condenada!”
Mi padre salía poco favorecido en las fotos y admiraba la fotogenia de mi hermana. Fotogenia que ha sido heredada por su hijo Miguelín. Ambos no dudan en ponerse delante de un objetivo y hacer mil una poses para el deleite de quien los observa.
Mi padre solía decir que mi hermana Patricia, de lo grácil que era su caminar, parecía que anduviese unos centímetros por encima del suelo. Ella poseía, y posee, el arte de ser delicada. Según mi padre, ella tenía
“manos de Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela”
Con esta frase mi padre hacía alusión a las dos hijas del rey Felipe II. Las dos infantas irradiaban finura y disfrutaban de grandes privilegios por su condición regia y por el poder de la monarquía hispánica en tiempos de Felipe II.
Pero esas manos tan delicadas de mi hermana eran, a la vez, muy torpes. En cuanto cogía algo, ese algo se le caía al suelo y se rompía. Mi padre entonces le reprochaba que tenía
“manos eróticas, que todo lo que tocan lo j…. den”
Eso sí, se le caían las cosas de forma delicada y a la vez salía de su boca la onomatopeya ups. Nosotros nos reíamos mucho porque era una escena muy cómica ver la facilidad con la que a mi hermana se le resbalaban las cosas de esas manos que parecían estar untadas en mantequilla. Cuando mi hermana rompía algo, mi padre sentenciaba:
“Quien rompe paga y se lleva los trastos a su casa»
frase muy explícita con la que él nos intentaba inculcar que todas las cosas tienen su valor. Para él las cosas tenían el valor de su historia la cual había que cuidar, conservar, respetar y transmitir.
De niña yo tenía el arte de arreglar todo. No sé si ese arte lo adquirí por hechos o por fama, porque ya se sabe que «cría fama y échate a dormir» o «unos crían fama y otros cardan la lana». El caso es que siempre estaba dispuesta a reparar todo y tenía en mi hermana Irene a una fiel seguidora. Ella siempre confiaba en mis habilidades.
Recuerdo que en mi casa tuvimos el proyector de juguete llamado Cinexin. Ese juguete fue el juguete estrella de los años 80. El que teníamose era del primer tipo que se lanzó al mercado. De plástico resistente y de color naranja calabaza, su funcionamiento era muy simple ya que estaba diseñado para niños.
Así se insertaba el cassette de la película en el proyector y a continuación, presionando el botón de encendido, se accionaba la bombilla. Después simplemente había que girar la manivela con las manos. Para los niños era muy divertido poder decidir cómo avanzar el Cinexin y a qué velocidad ver la película.
Las películas utilizadas en el Cinexin tenían un duración máxima de 30 segundos y no eran películas originales creadas para el juguete sino que eran pequeños fragmentos de películas populares o episodios famosos de la época. No contaban con sonido, ya que para ese entonces aún no se utilizaban los sonidos en dibujos animados.
Las cintas venían enrolladas con una bobina sin fin, completamente diseñada para nunca tener que rebobinar, una de las cosas más importantes ya que lo hacía muy sencillo para los niños. Para poder enhebrar la película, un adulto tenía que hacerlo manualmente.
El caso es que un día una de esas bobinas sin fin de una de las películas se nos enrolló endiabladamente. Al ser yo la «arregladora» oficial me puse manos a la obra y corté y uní la bobina. Cuando terminé mi hermana Irene dijo muy convencida:
«¡Qué suerte! Mónica la ha arreglado»
Nada más lejos de la realidad ya que no sólo no la arreglé sino que dañé unas piezas del proyector al intentar hacer encaje de bolillos.
Yo solía ejercitar el arte del «¡Qué ya voy!». Y es que, sobre todo en mi infancia y aún en la actualidad, siempre que en mi casa me decían por ejemplo:
«¡Monica, a comer!»
Yo contestaba:
«¡Ya voy!»
Pero como acostumbraba a no acudir a la llamada porque me ponía a hacer algo que consideraba más importante, me volvían a repetir:
«Mónica, a comer»
y entonces yo respondía
» ¡Qué ya voy!»
Y así podíamos eternizar nos hasta que yo finalmente aparecía después de acabar lo que estaba haciendo.
Muy ligado al arte del «que ya voy» estaba el arte del «¡Estoy aquí!», que se me daba muy bien. Cuando en casa alguien me buscaba para lo que fuese y me llamaban, yo siempre decía:
«¡Estoy aquí!»
Y claro, como a la primera no me encontraban, volvían a llamarme y yo volvía a contestar:
«¡Qué estoy aquí!»
Y así podíamos seguir un rato hasta que yo hacía acto de presencia.
La llamábamos «la encantadora de serpientes» ya que tenía, y tiene, ese don de la palabra. Ese don de hacer que la gente la escuche cuando habla. Sus argumentos convencen y su voz embelesa. Sin duda una artista de la oratoria. Su arte alcanzaba a pequeños y mayores, a hombres y mujeres. Todos sucumbían a sus encantos. No sólo eran sus palabras, eran también los gestos y los movimientos que la acompañaban. Una partitura tremendamente armoniosa.
Desde muy niña mi hermana Irene siempre estuvo empadrada.
Durante su infancia practicó el arte de los berrinches. Se cogía unas rabietas monumentales cuando mi padre se tenía que ir a trabajar. El sofocón le duraba un buen rato e incluso llegaba a privarse de tanto llorar, lo que preocupaba a mis padres. Cuando mi padre volvía de trabajar, ella no se separaba de él ni un momento. No le dejaba ni a sol ni a sombra.
Y si mi padre tenía que salir otra vez de casa ella le cogía de la pierna, y tumbada en el suelo boca abajo, hacía fuerza para que mi padre no pudiese dar ni un paso. Luego, mi hermana Patricia y yo imitábamos a mi hermana Irene asiéndonos de la pierna que quedaba libre, con lo cual inmovilizábamos a mi padre.
Mi hermano Nacho posee el arte del «He quedado». Siempre que había que hacer algo en casa él se escaqueba y decía
«Es que he quedado»
Mi padre bromeaba y afirmaba que
«hay que pedir audiencia para ver a tu hermano»
Nacho también es del arte del coche-calle, coche-calle y siempre que puede está fuera de casa.
Eso, unido a que él y su mujer Paloma tienen muchos grupos diferentes de amistades, hace que en nuestra familia mi hermano se alce con el primer puesto en el podio del arte del «He quedado».
Y era cierto ya que solía ir apresurado al hacer las cosas y al final se le olvidaba algo o se equivocaba de lugar. Mi padre creía que por su despiste le ocurrían las cosas que le pasaban y que no suelen suceder al resto de mortales. Era capaz de meter una botella de detergente en la nevera o de salir a la calle con unos calzoncillos en la mano que en principio iba a meter en la lavadora. Cuando a mí hermano le pasaban esos lapsus, mi padre añadía:
“Está en Babia”
ya que Babia era una importante comarca de la provincia de León y un sitio idóneo como lugar de reposo donde refugiarse y distraerse de los farragosos problemas de la Corte de León.
“Está en la luna de Valencia”
debido a que las antiguas murallas que rodeaban la ciudad de Valencia tenían unas puertas por las que acceder al interior y eran cerradas por la noche tras el toque de queda, aquellos rezagados o despistados que llegaban tras el cierre no podían pasar al interior. Entonces como no tenían posibilidad de ir a dormir a sus casas, debían pasar el resto de la noche al raso.
“Está pensando en las avutardas”
y es que las avutardas son una aves griformes de gran tamaño que viven en Europa y en el centro de Asia y que tienden a correr, en vez de volar, cuando las molestan. En el pasado, a aquellos campesinos que se dedicaban a observar a este tipo de aves sin hacer su trabajo y abandonando sus obligaciones se les recriminaba que «estaban pensando en las avutardas».
“Está mirando a las musarañas”
siendo las musarañas unos diminutos mamíferos muy parecidos a los ratones, pero que no pertenecen a la familia de los roedores, no tienen una actividad útil e importante por lo que su presencia en el campo se considera intranscendente. Aquéllos que estaban cosechando su campo y se distraían mirando como emergían esos minúsculos animales se les decía que «estaban mirando las musarañas» puesto que estaban perdiendo el tiempo en lugar de estar labrando.
“Está en la inopia”
ya que la palabra inopia viene del término latino “in-ops”, que significa “sin riqueza”, entonces esta expresión significa que las personas pobres e indigentes, como viven apartadas de la sociedad y consecuentemente no se enteran de nada, están desinformadas y ausentes.