La cara, la nariz, y ¡por qué no! las orejas. Esos cartílagos que forman la parte exterior del órgano del oído. Su principal función es captar sonidos y conducirlos hacia el conducto auditivo que conecta con el oído medio. Las orejas, según su tamaño, pueden ser grandes, medianas o pequeñas. Según su proyección, pueden clasificarse como orejas pegadas u orejas separadas. Según su forma pueden ser orejas verticales, orejas redondas, orejas con lóbulo prominente, orejas puntiagudas, orejas con forma de caracol u orejas inclinadas.
Lo más curioso es que la forma de las orejas puede informar sobre algunos aspectos de nuestra salud e incluso de nuestra personalidad. Aunque varíen en tamaño, la forma de las orejas no cambia con los años por eso son consideradas como una segunda huella dactilar.
De hecho decía que tenía “orejas de soplillo”. Me imagino que a sus padres les pondría la cabeza como un bombo por ese tema. Y también me imagino que sus padres intentarían cualquier remedio para que mi padre no se obsesionase. El caso es que, con el paso de los años, mi padre se fue olvidando de esa manía porque era eso, una simple manía.
Recuerdo que mi hermano Nacho, de vez en cuando y de broma, se ponía detrás de mi padre, cogía sus orejas con las manos y movía los dedos por detrás de ellas como si tocase un arpa. Entonces mi padre le decía:
“¡Anda mozo, deja mis orejas tranquilas!”
Mi padre nos contaba que de jovencito había un niño pequeño en el vecindario donde vivía en Madrid, la calle Canarias nº 30, al que cuidaba de vez en cuando. La madre del niño fue un día a ver al abuelo Paco y a la abuela Teresa para contarles que estaba encantada con que su hijo pasase tiempo con Paquito pero que, por favor, le dijesen que no jugase con él a sacar caramelos de las orejas.
Y es que mi padre, con toda la buena intención del mundo y para entretener al niño, le hacía un truco que consistía en sacarle caramelos de las orejas. Claro, mi padre no pensó que el niño, una vez solo en su casa, se tiraría de las orejas hasta dejárselas rojas intentando conseguir esos dulces que mi padre tan fácilmente le sacaba de sus pabellones auriculares cuando estaban juntos.
Mi madre tenía el oído muy desarrollado. Mi padre, al contrario, no. Su pérdida de audición era genética porque su padre, el abuelo Paco, también la padecía.
Nos reíamos un montón con los «diálogos para besugos» que se producían por el mal oído de mi padre. Esos diálogos bien podrían haber competido con los famosos «Diálogos para besugos» que se empezaron a publicar a partir de 1951 en una sección de en la revista de historietas cómicas llamada «El DDT».
Cuando mi padre no escuchaba bien hacía el ademán de apoyar una mano semicerrada detrás de la oreja y de esta forma aumentaba la acústica y escuchaba mejor. Entonces cuando hacía ese gesto mi madre le decía a mi padre:
“¡Paco, necesitas una trompetilla!»
Mi padre bromeaba y se imaginaba llevando una trompetilla como antiguamente se usaban en el siglo XVII. Y es que la trompetilla fue el primer audífono utilizado. Un nada discreto objeto que se colocaba en la parte exterior del conducto auditivo y cuya misión era concentrar el sonido captado por uno de sus extremos y conducirlo hasta el otro extremo. Su forma y su tamaño no eran una constante, pero todos eran similares a un cuerno, tenían el extremo exterior ancho e iba estrechándose a medida que avanzaba hasta el otro extremo. Se fabricaban tanto de hierro como de madera, y en ocasiones llegaban a estar hechos con cuernos y caparazones.
Por supuesto, el disimulo era muy buscado entre sus usuarios, por lo que se construían unidos a un abanico o incluso adornados como si de una pieza de joyería se tratase.
Posteriormente, dejando atrás las trompetillas, en el siglo XX aparecieron los sonotones que eran aquellos dispositivos para oír, menos aparatosos que sus antecesores, y que se caracterizaban por ser robustos y por su peculiar color beige. Los sonotones tuvieron su origen en Estados Unidos cuando, en 1929, la empresa Sonotone de Nueva York desarrolló el primer artilugio electrónico que amplificaba el sonido. En el año 1952 el invento se lanzó al mercado y se comercializó hasta que la marca Sonotone desapareció en 2005.
A pesar de que mi padre sabía que en la actualidad los modernos audífonos quedaban tan resguardados en el oído que apenas se veían, no le hacía ni pizca de gracia llevar ningún tipo de aparato en sus orejas. De hecho nunca los llevó.
Mi padre solía utilizar expresiones con la palabra oreja. Así, por ejemplo, si alguien se enfadaba decía: “¡Está que echa humo por las orejas! ”. Si alguien estaba muy contento, afirmaba: «Está tan contento que da palmas con las orejas». Si se iba a dormir nos decía: «Voy a planchar la oreja». Si alguien recibía un buen bofetón, no dudaba en decir: «El bofetón le ha hecho dar palmas con las orejas». Quien escuchaba a escondidas, «ponía la oreja». Quien sospechaba algo, «tenía la mosca detrás de la oreja». Y no olvido las expresiones de origen taurino, mundo por el que mi padre sentía admiración, que no dudaba en sacar a pasear como cuando alguien había resuelto un asunto con éxito y decía:
«Ha cortado las dos orejas y ha salido a hombros por la puerta grande»
Si hablo de orejas grandes me viene a la cabeza las del lobo del cuento de «Caperucita Roja». En ese cuento, el lobo feroz, que se había disfrazado de la abuelita de Caperucita, estaba esperando a la niña en la casa de la anciana. Cuando Caperucita llegó a la casa y se encontró a su supuesta abuela, le preguntó:
“Abuelita, que orejas tan grandes tienes”
y el lobo le respondió:
“Caperucita, son para oírte mejor”
Pero unas orejas grandes que siempre han aleteado en nuestra casa son las de Dumbo. Y es que en mi casa tanto mi padre como mi madre solían preguntar:
«¿Qué es el viento?»
Y sin apenas dejarte tiempo para contestar, respondían:
«Las orejas de Dumbo en movimiento»
Cuando vinimos a vivir a Zaragoza, esa pregunta y esa contestación estaban a la orden del día ya que por todos es sabido que en Caesaraugusta cuando sopla el viento, sopla de verdad.
Ese viento, llamado cierzo, en invierno genera una sensación térmica de frío que me hace recordar un famoso monólogo, con el que tanto se rió mi padre, del humorista Leo Harlem. En dicho monólogo el cómico afirmaba que
“en Zaragoza no es que haga frío, se hace el frío allí”
Bueno, pues las orejas de Dumbo, en teoría, son las causantes del viento. Y Dumbo era ese adorable bebé elefante protagonista del entrañable largometraje animado de Disney llamado «Dumbo» (1941).
Ese elefantito fue llevado por la cigüeña hasta donde se encontraba su madre, la Sra. Jumbo, la cual quiso ponerle el nombre de Jumbo Jr. Sin embargo, un día ese pequeño paquidermo estornudó y de repente le aparecieron unas grandes orejas que estaban ocultas tras su cabeza.
Desde ese día al elefantito le empezaron a llamar «Dumbo», un nombre que viene de la unión de las palabras «Jumbo» y «Dumb», vocablo éste último que en inglés significa tonto o mudo. Pero cuando Dumbo descubrió que gracias a sus enormes orejas podía volar, todos le admiraron. Moraleja, un complejo se puede convertir en una ventaja.
Sin dejar a Dumbo de lado, mi padre, tan dado a los motes, llamaba «Dumbito» al rey Carlos III de Inglaterra. Y es que a lo largo de los años las orejas del hijo de la difunta Reina Isabel II de Inglaterra no han pasado desapercibidas debido a su considerable tamaño.
Tanto es así, que el día de su coronación como Rey de Inglaterra, el 6 de mayo de 2023, el arzobispo de Canterbury tuvo problemas a la hora de colocarle la corona de San Estuardo en la cabeza. Esa corona lleva usándose desde el siglo XVII y es de oro macizo con incrustaciones de rubíes, amatistas, zafiros, granates, topacios y turmalinas.
En el acto de coronación el diamante debe quedar en el centro y para que esto suceda se coloca un papel en la cabeza del Rey para cuadrarla. Durante este proceso de ajuste el rey no puede mover el cuello ya que éste se le podría romper dado que la corona pesa dos kilos (¡nada más y nada menos!).
Las prominentes orejas del monarca Carlos III fueron el motivo por el que los joyeros reales tuvieron que adaptar la corona. Aún así, el arzobispo no tenía todas consigo en que la gran corona encajase bien en la cabeza del soberano. Al final, con maña y algo de fuerza, se consiguió el objetivo y finalmente se invistió al nuevo Rey de Inglaterra.
Mi padre tenía por costumbre dar los oportunos tirones de orejas cuando eran los cumpleaños. No importaba la edad que cumplieses, él te daba tantos tirones de orejas como años cumplías. El pasado 11 de enero Miguelín celebró sus ocho años de vida. De esos ocho años, sólo cinco los ha podido disfrutar junto a su Abu Pakitin.
Mi padre no pudo estar físicamente ese día tirando de las orejitas a Miguelín, pero sé que estaba observando todo con una sonrisa en su cara y lleno de orgullo por comprobar la persona de provecho en la que se está convirtiendo su nieto. No sé qué deseo pidió Miguelín cuando sopló la vela de sus ocho años, pero cuando él lo hizo yo soplé en mi interior y pedí un deseo como si fuese yo la que cumplía los años.
Sé que lo que pedí es imposible, pero por si acaso, no revelo mi deseo porque ya se sabe que los deseos, si se cuentan, no se cumplen.