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Hay proposiciones que se toman como ciertas e innegables. Y lo son porque se admiten así en un entorno determinado. Pueden darse en el ámbito religioso, en el terreno científico, en el medio filosófico o en el plano político. Pero hay círculos más pequeños en los que también existen. Esos círculos son tan pequeños como importantes. Esos círculos son los familiares. En ellos es dónde estos axiomas tienen mayor repercusión ya que se transmiten con mayor facilidad asegurando su perpetuidad. De padres a hijos, de abuelos a nietos, de generación en generación. Un relevo de antorcha infinito que marcará nuestras vidas y nos hará especiales y diferentes al resto de otros círculos familiares.

Sus dogmas

Mi padre decía que:

“La titis cuando habla, sentencia”

Así surgió una norma implícita en casa, referida a mi madre, que mi padre articuló de la siguiente forma:

Artículo 1. La jefa siempre tiene la razón

Artículo 2. En caso de no tenerla, se aplicará el artículo primero

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021
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Cuando había que tomar cualquier decisión, fuese más o menos importante, mi padre siempre consultaba todo con mi madre. Él decía de broma:

“Hay que consultarlo con el Gran Sanedrín”

Y es que El Gran Sanedrín de Jerusalén era un consejo administrativo formado por setenta miembros cuyas funciones eran básicamente la legislativa y la judicial. Además ostentaba la representación del pueblo judío ante la autoridad romana y era competente en asuntos religiosos, penales y civiles. Así la cosas, que mi padre comparase a mi madre con el Gran Sanedrín no era nada baladí.

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Mi padre también aseguraba que:

«la titis habla para inteligentes”

Y era cierto. Cuando hablabas con mi madre, ella estaba un paso por delante de ti. Cuando conversabas con ella se mantenía pensativa. Y entonces, de repente, sacaba a relucir verbalmente algunos de esos pensamientos que se habían madurado en su cerebro durante la conversación. A menos que no hubieses estado en su cabeza, era imposible averiguar a qué se refería mi madre en ese momento. Sin embargo mi padre era uno de los pocos que aprendió a descifrar el lenguaje inteligente de mi madre.

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Afirmaba que:

«el trabajo dignific

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Cuando mi padre escuchaba alguna noticia de algún robo, secuestro o asesinato siempre exclamaba: “¿Por qué a esos ladrones, locos o asesinos no les da por trabajar?”

Nos solía poner como ejemplo de hombre trabajador a un señor que trabajaba en el Banco de España en Madrid donde también estaba como empleada su hermana Monicha. Este señor era padre de familia y, como detalle curioso, no tenía cama en su casa dado que todo el día lo pasaba trabajando.

Su primer trabajo, a primera hora de la mañana, era como botones en el Banco de España. A mediodía comía rápido en su casa y se iba a su segundo trabajo, que era en un colegio mayor donde se encargaba, entre otras funciones, de recoger el correo postal y entregarlo a los residentes. Cuando se hacían las nueve de la noche cenaba rápido y se iba a su tercer trabajo en un hotel en el que trabajaba como recepcionista. Allí pasaba la noche y cuando podía, que no eran muchas veces, se echaba alguna cabezada rápida.

Y así todas las semanas de lunes a domingo. Si, por ejemplo, daba la casualidad que un día a la semana libraba en los tres trabajos, entonces ese día se dedicaba íntegramente a dormir. Como no tenía cama propia en su casa, por el poco uso que le daba, cualquiera de sus hijos le prestaba una de sus camas para que pudiese descansar ese día.

Completamente opuesto a este ejemplo de persona trabajadora, mi padre nos contaba la historia de un señor que tenía una tienda de ropa en el barrio de Madrid donde vivía de pequeño. Este señor estaba sentado en una silla a la entrada de la tienda y la ropa estaba expuesta a lo largo y ancho de las paredes del establecimiento. Cuando entraba un cliente y le decía al tendero si podía bajarle un prenda para que la viese de cerca, el tendero solía contestar muy descortésmente: “¿Pero se la va a a llevar usted o no? ¡Es que si no se la va a llevar, no se la bajo! ”. Mi padre no sabe qué fue de ese negocio, pero probablemente no duraría mucho dada las pocas ganas de trabajar del tendero.

Mi padre seguía la máxima de:

“Haz el bien y no mires a quien” 

No se preocupaba sólo por su mujer y su hijos, sino que se preocupaba por todos los que le rodeaban. La preocupación por los demás era algo innato a él, formaba parte de su ADN. Recuerdo que, por ejemplo, si íbamos caminando por la calle y se encontraba una cáscara de naranja, una peladura de plátano o cualquier cosa en el suelo con la que alguien pudiese resbalarse y caer, él con el pie le daba unos toquecitos a la cáscara o peladura hasta dejarla apartada del lugar de tránsito de los peatones. O, por ejemplo, nunca metía en la bolsa de la basura cristales rotos para que los basureros no se cortasen al coger las bolsas. Gestos sencillos, gestos que sumaban.

Desde que éramos pequeños, y luego de no tan pequeños, mi padre impuso la regla de:

«guardar tres horas de digestión para bañarnos si habíamos comido antes»

Pues ya nos veías a mis hermanos y a mi, cuando estábamos de vacaciones de verano, pidiéndole la hora a mi padre para podernos bañar en el mar o en la piscina. Me acuerdo que, a menudo, mi padre le preguntaba a su sobrino Jesús, que es médico y es el hijo mayor de su hermana Monicha y su cuñado José Mario, qué cuánto tiempo había que guardar la digestión antes de bañarse después de comer.

Su sobrino, creo que en parte para chincharle un poco y ver cómo reaccionaba, le contestaba que no era necesario “guardar la digestión” porque los seres humanos hacían la digestión durante las 24 horas del día. Cuando mi padre escuchaba tal explicación, hacía aspavientos y decía que eso era imposible y que estaba seguro que si nos bañábamos justo después de comer tendríamos un corte de digestión. Según nos fuimos haciendo mayores, el tiempo de “guardar la digestión” se fue reduciendo paulatinamente pero todos nosotros aún seguimos guardando un tiempo prudencial de digestión, por si acaso.

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De niña yo estaba muy delgada. Pues bien, mi padre dedujo que la forma que tendría yo para engordar un poco sería la de:

guardar reposo después de haber comido»  

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Así que, cuando acababa de comer tenía que tumbarme en el sillón una media hora con el fin de no gastar energías y que lo que había comido fuese íntegramente dirigido a aumentar mi peso corporal. Sin embargo, lo de “guardar reposo” no era para mi y al acabar de comer me ponía a jugar con mi hermana Irene.

Mi padre llamaba por teléfono desde el trabajo a casa para preguntar por todos y ver si yo estaba guardando reposo y mi madre le decía:  “¡Qué va, ahí está  jugando con su hermana Irene» y mi padre contestaba: “mecachis, dile que se ponga”, y yo me ponía al teléfono y mi padre me decía: “Moniquilla, tienes que reposar para ganar peso. Anda,  deja de jugar con tu hermana y túmbate en el sillón”.

Entonces yo colgaba el teléfono y le obedecía porque me hacía entender que era bueno para mi. Y allí me quedaba en el sillón mirando a las musarañas durante treinta minutos. No recuerdo si lo de guardar reposo hizo que engordase algo, pero desde luego estuve practicándolo una buena temporada.

Mi padre aseguraba indiscutiblemente pertenecer a:

«La Cofradía de San Trankimazin” 

Lo daba por hecho, sin ningún tipo de duda, porque le recetaron un tranquilizante llamado Trankimazin que le ayudó mucho en su lucha contra una fuerte depresión que padeció.

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Recuerdo que también hizo un curso de control mental, “El Método Silva”, para relajarse y controlar la ansiedad. Escuchaba unas cintas de cassete como parte del tratamiento y se aislaba en su despacho para poderse concentrar al cien por cien en la terapia.

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Poco a poco, superó esta complicada situación, gracias a la medicación, a su familia, a sus amigos y a sus compañeros de trabajo. En especial, me contó que su jefe de Hacienda y sus compañeros de aquella época fueron muy pacientes y muy comprensivos con él cuando se reincorporó paulatinamente a su rutina laboral. Pero, sobre todo, la disciplina, la constancia, la voluntad, el esfuerzo y el sacrifico fueron las armas que le hicieron vencedor. Armas que empuñó en esa batalla y en otras muchas a las que se enfrentó a lo largo de su vida.

Seguía a pies juntillas:

«estar en la estación cuatro horas antes de que saliese el tren que iba a coger» 

Su medio de transporte preferido para desplazarse era el tren. El abuelo Paco, el padre de mi padre, trabajaba de jefe de oficina en Renfe.

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Así que desde muy pequeño mi padre se familiarizó con el mundo ferroviario. El abuelo Paco en una ocasión perdió un tren y desde entonces juró, y perjuró, que eso no le volvería a pasar ¿Cómo no le volvería a pasar? Pues muy sencillo, estaría en la estación cuatro horas antes de que el tren saliese.

Mi padre heredó también ese gusto por acudir a la estación unas horas antes para evitar perder el tren. Al igual que el abuelo Paco, mi padre experimentó el perder, no un tren sino, un autocar en un viaje que hicimos un verano de finales de los año 80 a Hellín, ciudad donde nació mi madre.

La parada del autocar que nos iba a llevar de vuelta a Tarrasa estaba en un descampado y el autobús llegaba y paraba brevemente para que bajasen los pasajeros y subiesen los que estaban esperando en la parada. Tuvimos tan mala suerte que llegamos unos minutos más tarde, y con el calor que hacía en ese pedacito de Castilla La Mancha, tan sólo pudimos seguir con nuestros ojos como el autocar se iba sin nosotros.

Sin embargo, mi padre se resistía a perderlo y siguió al autocar unos metros gritando: «¡Interrutas!”, que era el nombre de la compañía de autocares. Mi madre, mis hermanos y yo nos sumamos a él y no parábamos de gritar: «¡Interrutas!”. Pero, todos nuestros esfuerzos fueron en vano y sólo nos quedó observar cómo se alejaba ese autocar por el camino de tierra levantando una polvareda considerable. Esa circunstancia hizo que mi padre afianzase aún más la idea de que era vital estar unas tres horas antes en la estación para evitar perder un tren o un autocar.

El coche como medio de transporte nunca le gustó a mi padre. Solía decir que:

«el coche sale más caro que un hijo tonto»

Todo son gastos: reparaciones, seguros, gasolina. En nuestra casa no tuvimos coche hasta que mi hermana Patricia y mi hermano Nacho se sacaron el carnet de conducir. Mi padre sólo viajaba en coches que conducían personas muy cercanas a él o en, en su defecto, personas cuyo buen hacer al conducir era sobradamente demostrado. Si se montaba en un coche como copiloto, lo primero que hacía era abrocharse el cinturón y agarrarse al asa de encima de la puerta del copiloto. Era como si se hubiese echado pegamento en las manos y no pudiese soltarse de dicha asa. Sólo se soltaba del asa cuando había llegado al lugar de destino.

Cuando mi hermana Patricia era la conductora, y mi padre iba de copiloto, a lo largo del trayecto él repetía varias veces: “Patri, ¡mira que conduces bien¡”. Mi hermana solía aparcar el coche en una plaza de garaje pequeña y complicada de acceder. Mi padre siempre le decía bromeando: “¡Venga Patri, si en esta plaza cabe un elefante con paperas¡”.

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Mi padre afirmaba sin dudar que:

«el teléfono se utiliza sólo para dar un recado»

Para él, el teléfono no era para charlar. Hablaba por teléfono lo justo e incluso menos que lo justo. De hecho parecía que el teléfono le ardía en las manos. Recuerdo que en casa era siempre el que cogía el teléfono fijo porque ni mis hermanos, ni mi madre, ni yo lo cogíamos. Como a  mi padre no le gustaba escuchar que el teléfono sonase y sonase, entonces descolgada él. Y cuando colgaba decía: “¡No vuelvo a coger más el teléfono en esta casa!”. Pero nunca era así, porque siempre volvía a cogerlo.

Cuando era el cumpleaños de alguien, mi padre imitando al humorista Miguel Gila, marcaba el número del cumpleañero, descolgaba el teléfono y decía: “¿Está el del cumpleaños? ¡Qué se ponga!” y todos a su alrededor nos reíamos.

Una vez jubilado de Hacienda, recuerdo que, un par de veces al mes, hacía lo que él llamaba “la ronda de llamadas” que consistía en llamar a los antiguos compañero de Hacienda más allegados para saber qué tal estaban y cómo les iban las cosas. No se explayaba en dichas conversaciones porque, para charlar más extensamente, mi padre solía quedar con ellos los viernes por la mañana a tomar un “cafelito”.

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Sin embargo a veces rompía su norma de hablar poco por teléfono. Y así por ejemplo, desde que empezó la pandemia del coronavirus, cada tarde hacia las 17h le llamaba su amigo y camarada Joan. Era de las pocas veces que le oía hablar mucho por teléfono. Los dos hablaban de sus cosas, durante una media hora, más o menos. Otra excepción la tenía con su amigo de la infancia Luisito que vivía en Madrid y se llamaban una o dos veces al mes. Como no se veían a menudo, sus charlas por teléfono eran más largas de lo normal.

Mí padre afirmaba, con su habitual sentido del humor, que:

Si los médicos en vez de batas blancas fuesen vestidos de butaneros o pizzeros, los pacientes no serían tan miedosos a la hora de ir al médico ”

Es decir mi padre sufría «el miedo a la bata blanca».

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Por sus diversas patologías, no había semana que mi padre no tuviese apuntadas citas médicas y siempre iba muy nervioso y asustado. Cuando tenía visita con algún doctor, la noche anterior apenas pegaba ojo. Incluso cuando iba a buscar los resultados de sus analíticas, nunca leía los resultados antes de que los leyera el médico. Una vez el doctor ya había visto los resultados y estaban todos dentro de la normalidad,  mi padre a la salida de la consulta miraba con detalle la analítica, valor por valor. De hecho, una vez llegaba a casa comparaba los valores de la analítica que tenía con los valores de analíticas anteriores.

Recuerdo que su cardiólogo, José Antonio C., siempre le intentaba tranquilizar diciendo que: “el miedo es gratis y puedes coger todo lo que quieras pero cogiendo el miedo a pozales éste acabará adueñándose de tu vida”.

Mi padre siempre reflexionaba sobre estas palabras de su cardiólogo pero a la vez le rondaba por la cabeza la frase que decía su sobrino Jesús y su cuñado José Mario de que “una persona sana es un paciente mal explorado”.

A pesar del miedo que tenía a los médicos, les tenía mucha fe y aprecio, por lo que cada año en Navidad, era indiscutible:

«el hacer un regalito, o detallito, a cada uno de sus galenos“

Compraba los regalos en la tienda de regalos “Fauste” en la Calle Azoque nº 60 de Zaragoza. Esta tienda vendía unos artículos muy originales y prestaban un trato exquisito a sus clientes, especialmente a mi padre. En el año 2020, debido a la pandemia, mi padre compró los regalos vía Internet y el mismo propietario de la tienda se los acercó a casa en moto. Una vez fallecido mi padre, el Sr. Fauste me comentó que era muy querido en la casa (su tienda) y que si con los conocidos se portaba así de bien, se podría imaginar cómo era como padre.

Uno de sus principios:

«comprar sus medicamentos en diferentes farmacias«

Tenía la creencia que de esta forma ninguna de las farmacias sabrían las múltiples patologías que padecía. Curiosamente se refería a las farmacias por su nombre en alemán » Apotheke». Y así, iba a una farmacia que hay en la calle Gran Vía y que le atendía una farmacéutica muy maja y amable que se llamaba Asun. Allí compraba determinadas medicaciones como el Kreon, el jakavi, el sintrom o las plumas de la insulina. Luego en la farmacia de la calle Hernán Cortés le atendía Marina, y allí por ejemplo compraba el seguril, el tenormin, el stalevo. Y luego iba a alguna que otra farmacia más donde le dispensaban el duodart, el opiren, la digoxina y el permixon.

Tenía dos máximas sobre el comer:

“de grandes cenas están las sepulturas llenas”

y

Desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo” 

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encionaba también la parte de la obra de “Don Quijote de La Mancha” en la que se hacía referencia a las recomendaciones, o “consejos segundos” según Cervantes, que Don Quijote le dio a su fiel escudero, Sancho Panza, antes que éste partiese a la Ínsula Barataria para ser gobernador :

“Sancho come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra”.

A mi padre le gustaba comer bien pero no grandes cantidades. No era glotón y bromeaba diciendo que era un asceta o anacoreta. Si por algún casual, después de alguna “comilona” o “festín” puntual había sobrepasado sus límites de ingesta de alimentos habituales y se sentía lleno decía que se “había puesto las botas”.

A su nieto Miguelin le hacía mucha gracia la expresión “ponerse las botas” y mi padre le contaba que el origen de esa frase estaba ligado al nacimiento de ese tipo de calzado, las botas, generalmente de cuero, que en sus inicios era de uso exclusivo de las clases más altas y pudientes. Los caballeros, que iban provistos de sus botas y sus pies bien resguardados del frio y la suciedad del suelo, eran los que mejor comían y hacían los grandes negocios. Por el contrario, el pueblo llano y sin recursos usaba como calzado las sandalias, alpargatas o sencillos zapatos.

Eso sí, mi madre siempre ha tenido muy buen apetito, y mi padre siempre decía: “¡qué gusto da ver comer a la titis!”.  

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Sostenía que:

«hay que aprender la geografía como un cartero»

A él se la enseñaron así de pequeño.

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Podía enumerar los ríos y sus afluentes, las montañas y cordilleras, y gran cantidad de ciudades y pueblos del territorio español. Nosotros quedábamos perplejos por la gran memoria y agilidad mental que poseía. Si mi padre nos hacía una pregunta sobre geografía y no sabíamos la respuesta, él siempre nos decía: “¡Hay que tener cultura general¡ “ o “¡Parece que hayáis pasado de puntillas por el colegio¡”.

Para mi padre era muy importante tener cultura general y el adquirir siempre nuevos conocimientos para tener un amplio bagaje cultural. Aún guardamos en casa el atlas que utilizó mi padre de pequeño, ante el que tantas horas hincó los codos para saberse al dedillo la geografía de su querido país.

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Mi padre aseguraba, sin lugar a duda, que:

“el dinero del pobre va dos veces al mercado”

y que:

«lo barato sale caro”

Era ahorrador, pero sin ser, ni mucho menos, mezquino. Algunas veces compraba algo en las tiendas de los chinos porque era más barato, pero, sin embargo, luego tenía que volver a comprar lo mismo porque lo que había comprado en esas tiendas no funcionaba o se le había roto enseguida. Entonces decía que lo que había comprado era: “baratito y pochito”.

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Acababa sentenciando que en los bazares chinos: “sólo se podían comprar paquetes de folios y poco más” alegando que los artículos de esos comercios eran de poca calidad.

Siempre afirmó que:

«es mejor pagar en efectivo que en tarjeta»

Para él, el dinero en efectivo era palpable mientras que el dinero de la tarjeta era como dinero de mentira. Con el paso de los años, y debido las exigencias impuestas por esta sociedad tan modernizada, tuvo que ir cediendo a pagar con tarjeta aunque sólo lo hacía en determinadas circunstancias. Y sobre pagar por Internet, mi padre ni lo contemplaba ya que era algo que estaba fuera de su comprensión costumbrista de lo que significaba pagar.

Tenía su punto presumido y le gustaba estrenar ropa.

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Pero a la vez, desde pequeño, tuvo una vergüenza incontrolable a la hora de pensar que la gente vería que había estrenado ropa. Para solucionar ese problemilla se implantó a sí mismo la norma de que:

«la noche anterior al día que tenía estrenar la ropa debía salir de su casa con la ropa nueva y dar rápidamente una vuelta a la manzana del edificio» 

Con este paseíllo torero nocturno, él se convencía que ya había estrenado la ropa y al día siguiente ya podía ponérsela sin pasar vergüenza. En una ocasión, su madre Teresa le compró una gabardina que le iba muy larga y mi padre para estrenarla y que no fuese tan larga, levantó los brazos varias veces para que la tela sobrante por abajo se le acumulase en el torso y espalda por encima del cinturón de la gabardina. De esta guisa, salió mi padre a dar su paseo habitual de preestreno”. Cuando volvió a casa, su madre Teresa estaba con la hermana de ésta, la tía Consuelo, que al ver a mi padre con la gabardina corta dijo: “¡Pero Teresa, ¿quién ha comprado esa gabardina tan pequeña al niño?!”

Cuando fue adulto perfeccionó ese modo de estrenar con acciones más sutiles:

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