Sus caras
Mi padre poseía algunas habilidades que muy pocos tenían. Era capaz, por ejemplo, de coger los párpados superiores de sus ojos, con las yemas de los dedos, y voltearlos de adentro hacia afuera. Nosotros quedábamos boquiabiertos ante tal exhibición y decíamos que no lo hiciese que daba un poco de grima. Pero él, de vez en cuando, sacaba a pasear esta habilidad para ver qué caras poníamos al verlo de esa guisa.
A propósito de caras, mi padre era único en poner caras. Una de las caras que ponía era la “Cara de Netol”. Y es que cuando era pequeño había un producto que se llamaba “Netol” y que se utilizaba para la limpieza y el abrillantado de todo tipo de metales. Este limpiametales era un líquido viscoso que se extendía por las superficies a limpiar y hacía un pulido que las dejaba relucientes, casi como nuevas. El nombre «Netol» hacía referencia a su origen catalán ya que este producto nació de la mano de los empresarios Fresneda y Lorán que se establecieron a principios del siglo pasado en el número 17 de la Ronda de Sant Pere en Barcelona. Siendo que la palabra net significaba limpio en catalán, si se le añadía a esa palabra el sufijo -ol se obtenía un nombre pegadizo con ciertas connotaciones científicas.
La imagen publicitaria de ese limpiametales era un mayordomo de pelo pelirrojo vestido con un chaleco a rayas y una pajarita negra. Lo más distintivo de ese curioso personaje era su cara algo deformada por una gran y bonachona sonrisa.
Aquella figura de un sirviente de aspecto bondadoso impactó a la sociedad del siglo pasado de tal forma, que si en aquella época alguien tenía buenas mejillas y poco cuello se ganaba enseguida el apodo de «Netol» o al menos la típica comparación de «Se parece al mayordomo de Netol». Mi padre, siempre muy bromista, a menudo decía:
“¿A qué pongo cara de Netol?»
y entonces cogía sus manos y estiraba la boca y las mejillas simulando al famoso mayordomo.
Mi padre también ponía “Cara de Monchito”. En este caso, y poniendo esa cara, mi padre pretendía emular a uno de los muñecos que actuaba con el ventrílocuo José Luis Moreno en los años ochenta.
El muñeco Monchito tenía cara redonda y sonrosada, unos ojos grandes y verdes, siempre abiertos, y una nariz chata. Iba ataviado con una gorra y una cazadora roja con las mangas a rayas blancas y negras. Daba la impresión de que rondaba los 8 o 9 años, sin embargo era bastante espabilado, independiente y deslenguado para su edad y a menudo avergonzaba a su propio ventrílocuo.
Las caras de asombro que Monchito ponía eran a las que mi padre se refería cuando decía
“poner cara de Monchito”
Otra de las caras que ponía mi padre era la “Cara de feroche”. Para poner esta cara, mi padre arrugaba todo lo que podía las facciones de la cara y fruncía el ceño. Al fruncir tanto el ceño daba la sensación de que estaba enfadado. Pero nada más lejos de la realidad, porque poniendo esa cara mi padre quería sacarnos una sonrisa. Su nieto Miguelín pone de vez en cuando cara de feroche y es muy gracioso ver cómo imita a su abu Pakitin haciendo esos gestos.
Mi padre utilizaba la “Cara de cordero degollado” cuando quería conseguir algo. Entonces ponía ojos lastimeros haciendo pucheros y era imposible negarle nada. Conseguía lo que quería poniendo esa carita como si fuese un niño, que son los especialistas en usar esta cara para pedir cosas, o como si fuese un gatito desvalido.
Otra cara que le sacaba de muchos aprietos era la “Cara de no haber roto un plato”. Si había hecho algo que sabía que no estaba bien ponía esa cara para evitar riñas. Parecía un angelito. Una sonrisa amplia y unos ojos, que elevaba tanto hacia arriba que hasta se le cerraban, completaban esa cara de no haber hecho nada malo ¡Imposible enfadarse con él!
Mi padre, tan guasón como siempre, si alguien, por ejemplo, se había hecho demasiadas operaciones de cirugía estética en la cara decía con su típico humor:
“Se ha estirado tanto la piel que tiene el ombligo en el cogote”
También decía:
“Parece que le han pasado la plancha por la cara”
o
“¡Si se ríe se le van a soltar las costuras!”
Le gustaban mucho “los guiñoles” de “Las Noticias del Guiñol”, programa que llegó a Canal+ España en 1995 dentro del magacín «Lo + Plus» que entonces se emitía en abierto a las 20:00h. El fútbol fue una mina inagotable de parodias y chistes para los guiñoles. Raúl, Ronaldo o Ronaldinho figuraban entre los guiñoles más recordados, y lo mismo ocurría con Louis Van Gaal y su cabeza de ladrillo.
Mi padre se preguntaba quién daría vida a esos “muñegotes” que eran reproducciones a tamaño real de medio cuerpo de los personajes parodiados. Se enteró que cada guiñol estaba manejado por dos personas, llamados operadores, y no daba crédito a la gran dificultad de tal tarea. Y es que uno de los operadores se encargaba de sujetar la cabeza y mover la boca del muñeco con la mano derecha, mientras que con la mano izquierda manipulaba un mecanismo que activaba el movimiento de los ojos y el parpadeo. Y por delante de él, su compañero introducía los brazos en unos guantes de látex a la altura de los codos del muñeco para interpretar el movimiento de las manos.
Había que tener en cuenta el reducido espacio del que disponían los operadores para moverse y la postura antinatural que tenían que adoptar para dar vida a los “muñegotes”. De hecho los operadores disponían de un equipo de fisioterapeutas para aliviarles los dolores que habitualmente padecían. En cuanto a la voz de los guiñoles, ésta se grababa siguiendo un guión que también empleaban los operadores para el posterior play-back.
Mi padre, tan dado a los motes, llamaba al bailarín Fred Astaire “el Cara de pera (invertida)” y nosotros nos reíamos mucho cada vez que mi padre decía ese mote. Cierto era que, ese bailarín y actor, contaba con una barbilla afilada y puntiaguda a diferencia de la frente que era el punto más ancho y destacable de su rostro pareciendo éste un triángulo invertido o una pera invertida, como decía mi padre.
De origen austriaco, Fred Astaire, supo crear un estilo de baile propio e influyente que desencadenó todo un movimiento en la comedia musical de los años 30. Así, fue el creador de un personal y estilizado baile de salón, de sólida técnica y fluido movimiento, donde podían adivinarse reminiscencias de ballet clásico, del claqué y de las danzas afroamericanas.
Conocido en algunos ámbitos como «El príncipe de la danza», desde muy pequeño se inició en el baile demostrando enormes dotes para este arte que aprendió cerca de su hermana Adele. Con ella empezó su periplo por los escenarios con tan sólo 11 años y con ella cosechó sus primeros grandes éxitos en Broadway.
Pero sin duda fue con la actriz y bailarina Ginger Rogers con la que protagonizó, y compartió, los mayores éxitos como experta pareja de baile. Con ella saltó el bailarín al cine, comenzando una trayectoria cinematográfica en el musical, tan recordada como admirada, y por la que recibió un óscar honorífico en 1949.
Gable logró triunfar al cambiar el concepto de galán cinematográfico haciéndose un hueco en la potente industria hollywoodiense ligada hasta entonces a la iconografía de Rodolfo Valentino. Su peculiar físico, que en sus inicios fue causa de rechazo por sus prominentes «orejas de botijo» y su «cara de mono», fue lo que más tarde le encumbraría como uno de los galanes más deseados de Hollywood.
Su trayectoria cinematográfica estuvo llena de éxitos. Consiguió hacerse con un Oscar en 1934 y tuvo la fortuna de protagonizar la mítica película «Lo que el viento se llevó» (1939), su definitiva consagración. Cuando vivíamos en Tarrasa supimos que en catalán está película se llamaba «Allò que el vent s’endugué» y a mi padre le hacía mucha gracia ese nombre. En esa famosa cinta, Clark Gable interpretaba al carismático Rhett Butler, un personaje de sumo cinismo y virilidad, características que quedan reflejadas en la última frase que pronuncia el actor en el filme:
«Francamente, querida, me importa un bledo»