A medida que nos hacemos mayores «las batallitas» van tomando peso en nuestra vida. Son aquellas anécdotas que se cuentan y se vuelven a contar. En ellas el protagonista eres tú, algún familiar, algún amigo o algún conocido. No importa las veces que las repitas o si el público que las escucha ya las ha escuchado infinidad de veces. Importa que quien las relata sigue contándolas con el mismo entusiasmo y que quien las escucha sigue escuchándolas con la misma atención. Si no se contaran batallitas las sobremesas no serían lo mismo ya que estarían vacías de esa emoción, de esas risas compartidas y de esa complicidad que se genera entre quien las narra y quien presta al narrador su sentido del oído.
Sus batallitas
Mi padre guardaba muy buenos recuerdos de su paso por la mili que hizo en el cuartel “El Goloso”. Mis hermanos y yo siempre nos reíamos cuando oíamos ese nombre. «El Goloso» era una base militar que se encontraba situada entre Madrid y Tres Cantos, lindando con el término municipal de Alcobendas.
Contaba miles de batallitas de aquella época. Alguna vez le tocó pelar patatas o pasar una noche en el calabozo por incumplir alguna regla, aunque éstas fueron las menos ya que mi padre era muy disciplinado.
Recordaba la rapada de pelo, el vestir uniforme, los madrugones para estar en la comandancia a su debida hora, los paseos en la caja de carga de algún camión, la asignación de brigada, los continuos pases de lista especialmente los matutinos que iban precedidos del toque de diana, las guardias con los sargentos y pegar tiros con el fusil. De hecho mi padre guardaba con mucho cariño una bala que se llevó a casa de su paso por la mili.
Nos contaba que hacían marchas muy duras de entrenamiento llevando siempre consigo la mochila con utensilios para hacer maniobras y el fusil ¡que pesaba lo suyo!
“Estaba un sargento pasando revista a unos reclutas y el sargento le pregunta a uno de los reclutas: “¿De cuántas partes se compone un fusil?” y el recluta le contesta: “De dos, Señor, de Fu y Sil”. Entonces el sargento, que se mosquea con la contestación, le dice alterado al recluta: «Con qué de cachondeo, ¿no?” y el recluta le contesta: “¡No, de Calahorra, Señor, para servirle a usted y a la patria¡”. Ante tal atrevimiento el sargento le suelta un buen tortazo al recluta en la cara y la mejilla del soldado empieza a calentarse y a enrojecer. Entonces añade el sargento: ”¡Y esto no quedará así recluta¡” y el recluta, como siempre tan acertado en sus contestaciones, le dice al sargento: “¡No, Señor, esto se hinchará y pondrá morado con el tiempo!”
Mi padre se reía a carcajadas con el monólogo “¿Es el enemigo? ¡Qué se ponga!” del humorista Miguel Gila en el que dicho cómico, armado con un teléfono, llamaba al otro lado del campo de batalla. De hecho mi padre adoptó en su vocabulario esas dos frases de inicio del monólogo y si, por ejemplo, llamaba a un amigo para felicitarle siempre decía:
“¿Está el del cumpleaños? ¡Qué se ponga!”
En ese número humorístico de Gila hay cantidad de batallitas y para muestra varios botones:
“¿Es el enemigo? ¡Qué se ponga! … ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?… ¡Que si pueden parar la guerra un momento! Ahora sí le escucho. Le quería preguntar una cosa. Esto, ¿ustedes van a avanzar mañana? ¿A qué hora? Entonces ¿cuándo? ¿el domingo? Pero ¿a qué hora? Ah! A las siete estamos todos acostados. Y ¿no podrían avanzar por la tarde? Después del fútbol.”
“¿Van a venir muchos? ¡Hala, qué bestias! Yo no sé si habrá balas para tantos. Bueno, nosotros las disparamos y ustedes se la reparten. Ayer estuvo aquí el espía de ustedes, Agustín, uno bajito, vestido de lagarterana. Que se llevó los mapas del polvorín. Que los traiga que sólo tenemos esos. Bueno, pues que haga una fotocopia y nos los devuelva. Sí, porque ahora no encontramos el polvorín. De acuerdo.”
“¿Y podría parar la guerra una hora o así? Es que se nos ha “atrancao” el cañón… El sargento… que ha metido la cabeza dentro para pasar revista y no la puede sacar. Está vivo porque le oímos, decir: “¡sacadme de aquí! ” y hemos “probao” con jabón, pero se le pone el pelo rubio y no sale. Pues es verdad, a lo mejor disparando se desatranca, no se nos había ocurrido. Bueno, entonces quedamos así. De acuerdo, hasta el domingo. ¡Que usted lo mate bien! Adiós.”
“¿Es la fábrica de armas? ¿Está el señor Emilio, el ingeniero? ¡Que se ponga! De parte del ejército. Sr. Emilio, que le llamo para un asunto de reclamaciones. Que de los seis cañones que mandaron ayer vienen dos sin agujero. Pues estamos disparando con la bala por fuera, o sea, al mismo tiempo que uno aprieta el gatillo, otro corre con la bala. Sí, pero se cansa y la suelta… Pues no sabemos dónde, porque como no vuelven… Y ¿ustedes no venden los agujeros sueltos? Bueno, mándeme dos contra reembolso, o tres por si se pierde uno. De acuerdo.
Otra cosa, el submarino que mandaron ayer de color bien, pero no flota nada. Lo echamos al fondo del mar después de comer y todavía no ha subido. O sea, que era un barco ¡jo! pues nos costó un trabajo hundirlo… Claro, pero con una cosa de ese precio, ¡se manda por lo menos un folleto! … No, mande otro que ese estará todo “mojao.” (entrecomillado del tuyo)
Y le quería preguntar, ¿a cómo están las ametralladoras? ¿Y si compramos dos? No tenemos, estamos usando un fusil corriente y lo dispara un tartamudo, claro, pero no es lo mismo, no mata igual. Y tampoco tenemos tanques, usamos un seiscientos con un enano y en lugar de disparar, insulta. Bueno no mata, pero desmoraliza. Y en aviación nos queda un paracaidista, pero vale solo para una vez, porque los estamos tirando sin nada, por ahorrar.”
Los Pérez eran una familia muy divertida. Eran la familia por parte de la madre de mi padre, la abuela Teresa, y en su casa por menos de nada se organizaba una fiesta o un baile. Mi padre contaba que cualquiera que entrará a casa de los Pérez salía de ella con un mote a sus espaldas.
Una muestra clara de esa tendencia a la comicidad de los Pérez, fueron sin duda Manolo (al que llamaban Manolete) y Antonio (al que llamaban Tolon), hijos de Antonio, el hermano mayor de la abuela Teresa.
Manolete y Tolon, por ende primos de mi padre, fueron protagonistas de las anécdotas más sonadas de la familia Pérez. Mi padre tenía un sinfín de historias sobre ellos.
Nos contaba que una vez los Pérez hicieron un viaje en tren para ir a coger cangrejos a la playa. Estaban en un compartimento del tren y se habían llevado un pollo en pepitoria para comer allí . No sé si fue Tolon o Manolete quien, encaramándose a un altillo, quiso alcanzar la olla del pollo en pepitoria que habían colocado allí. La mala suerte estuvo de su parte, ya que la olla volcó y todo su contenido se esparció en el compartimento. Uno se puede imaginar cómo quedaría ese compartimento del tren y qué olor desprendería. Supongo que el servicio de limpieza del tren maldecirían a los viajeros que provocaron tal desaguisado.
En otra ocasión, se fueron los primos de excursión al bosque. Manolete y Tolon llevaban una cámara de fotos y continuamente hacían “posar” a mi padre y a otros de sus primos en montes altos y en los lugares más complicados de acceder. Al final de la velada, Manolete y Tolon se dieron cuenta que no habían puesto carrete a la cámara fotográfica ¡Un despiste lo tiene cualquiera¡
Manolete y Tolon se sentían atraídos por todos los temas de carácter escatológico. Se cuenta que un día en una comida de primos, Manolete empezó a decir: “¡Juan viene!” y Tolon le contestó: “¡Deténlo!” y Manolete respondió: “¡No puedo!” y Tolon sentenció: “¡Pues que truene!” y entonces empezaron a pederse ante el asombro de propios y extraños.
Cuando mi padre era joven también recopiló alguna que otra historieta que repetía a a menudo. Por ejemplo nos contaba que de jovencito tenía un vecino en el edificio de la calle Canarias 30 de Madrid, que era mucho más pequeño que él y al que cuidaba de vez en cuando. La madre del niño fue un día a ver al abuelo Paco y a la abuela Teresa para contarles que estaba encantada con que su hijo pasase tiempo con Paquito pero que le dijesen que no le hiciese a su hijo el juego de sacarle caramelos de las orejas.
Y es que mi padre, con toda la buena intención del mundo, y para entretener al niño, le hacía un truco que consistía en sacarle caramelos de las orejas. Claro, mi padre no pensó que el niño, una vez solo en su casa, se tiraría de las orejas hasta dejárselas rojas intentando conseguir esos dulces que mi padre tan fácilmente le sacaba de sus pabellones auriculares cuando estaban juntos.
Mi padre trabajó durante muchos años en Marconi Española SA, una gran empresa que se dedicaba a la fabricación de material de telecomunicaciones.
Llegaron a trabajar en esa empresa hasta unos 4.000 empleados, tanto hombres como mujeres. Con lo grande que era la empresa, mi padre nos contaba que el día de Navidad el jefe de Marconi, iba trabajador por trabajador, felicitándoles personalmente las fiestas. Mi padre solía decirnos:
“¡Eso sí que era un jefe!”
¡Cuántas anécdotas inverosímiles y rocambolescas nos contó nuestro padre sobre Marconi! Desde un trabajador que se enteró que iba a subir el precio del aceite y llenó su bañera de ese oro líquido con tan mala suerte que se coló todo por el desagüe de la bañera porque el tapón de la misma no estaba bien cerrado.
Pasando por algunos asalariados que se intercambiaban los análisis de orina cuando se hacían los reconocimientos médicos en la empresa.
O en un turno de nochebuena en que los trabajadores asaron para la cena los corderos y demás carnes con soplete.
Hasta un empleado que era cojo y se enrollaba en la pata de palo gran número de ejemplares de periódicos, que estaban disponibles en la empresa para que lo leyesen los trabajadores, y luego los revendía.
También nos contaba el caso de un trabajador que era de constitución pequeña y que tenía una mujer que era de constitución grande y con bastante genio. Era normal que ese trabajador acudiese a su puesto con algún moratón fruto de algún golpe asestado por su esposa. Pero una temporada que el maltrecho trabajador no recibía ninguna paliza por parte de su mujer, éste llegó a decir:
“¿¡Será que mi esposa ya no me quiere!?.”
Mi padre solía contar que estando mis padres recién casados y viviendo en la Ciudad de Los Ángeles (Madrid), él se empeñó en arreglar unas gafas de montura de celuloide de mi madre.
El pensó que, al ser el celuloide un material termoplástico que al calentarlo por encima de los 80ºC se reblandecía, si calentaba las gafas podría moldearlas en la forma deseada y así arreglarlas. Entonces cogió un mechero y con la llama intentó llevar a cabo su empresa. Craso error, ya que el celuloide es también un material altamente inflamable. Resultado del experimento: gafas calcinadas y el consecuente enfado de mi madre ¡Cuántas veces escuchamos esta historia en casa!
Cuando fuimos familia numerosa se generaron nuevas batallitas. Así por ejemplo como de pequeña mi hermana Patricia comía poco y mal, mi padre siempre llamaba a mi madre desde el trabajo para saber cuántos biberones se había tomado. Cuando mi madre le decía lo que se había tomado, que normalmente era muy poca cantidad, mi padre exclamaba:
“¡Esta niña no come nada!”
A partir de entonces el objetivo de mis padres fue que mi hermana comiese. Hacían las mil y una para conseguirlo. Como se dieron cuenta que mi hermana Patricia se reía cuando escuchaba el ruido de estirar la cadena del wáter, pues mi padre se pasaba un rato estirando de la cadena y entonces mi madre aprovechaba ese momento en que mi hermana abría la boca para meterle la cuchara con comida.
Un día mi padre se puso un tubo de plástico en la frente porque a mi hermana le hacía gracia y por tanto abría la boca y podían darle alguna cucharada de papilla. El problema fue que el tubo de plástico le hizo tanto vacío a mi padre en la frente que cuando se lo quiso quitar no podía. Al final, al cabo de insistir y tirar mucho, mi padre consiguió quitarse el tubo.
A mi padre le quedó un rodal en medio de la frente que no se le fue en varios días. En el trabajo, la empresa “Marconi”, no dejaban de preguntarle cómo se había hecho aquella marca. Mi padre que siempre quería pasar desapercibido, en esos días le resultó imposible no llamar la atención.
Hay una anécdota que deja clara la confianza ciega que mi padre depositaba en mi madre. La noche del 5 de marzo (día de “la cincomarzada” en Zaragoza) de 2003 mis padres se acostaron tarde. Yo había ido a ver al cine la película de “Gangs of New York” y regresé a casa hacia las 22h de la noche.
Estaban en casa todos mis hermanos y ya estaban todos durmiendo aunque en la habitación de mis padres se dejaba ver por debajo de la puerta una luz tenue. Llamé a la puerta, entré y vi que mi madre tenía un pequeño bote en sus manos y habían unas torundas encima de la cama. No le di la mayor importancia, les di un beso a cada uno de ellos y les deseé buenas noches.
Hacia las 24h de la noche, yo ya dormida, y la casa sumergida en un profundo silencio, empecé a escuchar que se abría la puerta del dormitorio de mis padres y que mi padre salía y se iba al lavabo y refunfuñaba alguna palabra de disconformidad. Mi padre realizó esa misma acción tres o cuatro veces en menos de 20 minutos, por lo cual, ya un poco mosca, me levanté de la cama para ver qué estaba pasando.
Me encontré en el dormitorio de mis padres la dantesca imagen de mi padre con una enorme herida erosionada en el hombro. Asustada les dije que qué había pasado. Y mi madre y mi padre con boca pequeña confesaron que mi madre había intentado quemar con nitrato líquido una verruga que mi padre tenía en el hombro desde hacía años.
Como mi madre no ve bien, y utilizaron una luz muy tenue para tal empresa, se pasó con el nitrato de plata y dejó a mi padre esa gran herida en el hombro. Mi hermano Nacho, que también se había levantado escandalizado por tal escena, decidió llevar a mi padre al médico de urgencias. Por el camino, mi padre le contó a mi hermano que mi madre también había experimentado con el nitrato de plata en su trasero.
Cuando el médico de urgencias vio lo que le había pasado a mi padre le dijo con una mezcla de asombro e ironía: “¡Pero es que ustedes no tenían otra cosa mejor que hacer a esas altas horas de la noche que quemarse verrugas¡”.
Mi padre estuvo muchos meses curándose las heridas provocadas por el nitrato de plata. Para sentarse tuvo que utilizar durante mucho tiempo un almohadón circular con un agujero en el centro para no hacerse daño con la herida que tenía en las posaderas.
Curioso fue que la verruga del hombro de mi padre seguía en su sitio, calcinada, pero permanecía victoriosa en medio de la herida ¡Cuántas veces mis hermanos y yo contamos esta batallita! Aunque mi padre no solía contarla.