Los antiguos griegos abordaron el arte con una profundidad que dejó una huella indeleble en la historia. Se sumergieron en la contemplación de la expresión artística dividiendo las artes en dos categorías: las superiores y las menores. Sin embargo, el término “Bellas Artes”, para hacer referencia a las artes superiores, comenzó a tomar forma a partir del siglo XVIII. Y así, en la actualidad, existen siete Bellas Artes y cada una de ellas es un universo en sí misma.
La pintura es la primera de las Bellas Artes. La escultura es el arte tridimensional. La arquitectura es el arte de la creación de espacios. La música es el arte de la emoción sonora. La danza es el arte de la expresión de movimiento. La literatura es el arte escrito. Y el teatro es el arte de la narración escénica. Cada una de estas artes es una manifestación única de la capacidad de la humanidad para capturar la belleza, la emoción y la profundidad de la experiencia humana.
Todos tenemos y estamos rodeados de arte, sólo es cuestión de prestar atención y dejar que nuestros sentidos se empapen de la esencia de ella.
Sus artes
Mi padre se expresaba pictóricamente a través de jeroglíficos y dibujos cómicos. Cuando era el último que salía de casa nos dejaba un papelito escrito en la entrada diciendo a dónde había ido y con quién. En esos papelitos con pocas palabras, y más jeroglíficos, plasmaba la gracia y salero que siempre le acompañaban.
En una ocasión se le ocurrió confeccionar un billete de Eurogatos y me lo envió. El billete contaba toda una historia. Estaba emitido por el banco de Ulisseslandia (haciendo alusión a Ulysses, el primer gatito de la familia). En el anverso del billete aparecían juntas las caras de los reyes gatos de Ulisseslandia, Marramaquiz I y Zapaquilda II. También aparecían escritos los nombres del gobernador, que era Micifuz, y del cajero, que era El Gato con botas.
En el reverso del billete salían las caras de Marramaquiz I y Zapaquilda II, una en cada extremo del billete, con la inscripción debajo de cada una de ellas de las palabras en latín «Deo Gratias» (Gracias a Dios). En este billete mi padre dejaba volar su originalidad. Mostraba sus ganas de hacer humor, su habilidad para dibujar y hacía un claro guiño a «La Gatomaquia», el famoso poema épico burlesco de Lope de Vega.
Cuando era joven, mi madre dedicaba parte de su tiempo libre a la pintura. A los 17 años empezó a recibir clases en Tarrasa del famoso pintor Floreal Soriguera, conocido como “el Suri”. Ese artista era uno de los más prolíficos y queridos de Tarrassa de la segunda mitad del s. XX. Mi madre aprendió mucho de ese pintor. Poco a poco ella fue encontrando su camino en la pintura y fue decantándose por los rostros
Cuando mis padres se casaron, y nos tuvieron a nosotros, mi madre apenas tenía tiempo libre para la pintura, pero queda demostrado que poseía grandes dotes pictóricas.
La hermana de mi padre, llamada por todos Monicha, también era una artista de la pintura. En su caso, fue una vocación tardía. Comenzó sus estudios de pintura en la escuela municipal de Pozuelo de Alarcón y posteriormente se adhirió a un grupo de trabajo en el taller del pintor Jorge Ludeña dónde estuvo cinco años. Allí fue definiendo su característico estilo basado en el color, la composición y el movimiento.
Al morir el pintor Jorge Ludeña, ella quedó desorientada y le costaba coger los pinceles. Sin embargo, gradualmente, recobró la iniciativa de volver a pintar e, incluso, se animó a exponer en varias ocasiones. En nuestra casa de Zaragoza tenemos varios cuadros suyos colgados en las paredes y resultan de gran inspiración.
Durante muchos años, mi hermana Irene nos deleitó con sus lienzos. De más jovencita, acudió a unas clases de pintura que mejoraron aún más su habilidad para plasmar, en papel y con lápices, o carboncillo, los objetos y las formas que veía o imaginaba.
Por diversas circunstancias de la vida tuvo que dejar la actividades plásticas. Espero, y deseo, que vuelva a retomar esa faceta de artista que en la actualidad permanece aletargada porque ha ganado terreno su faceta más virtual ligada a su trabajo en el área del marketing digital.
Desde muy pequeño, cuando Miguelín llegaba a casa le pedía a su “abu Pakitin” hojas y rotuladores para pintar. En la época en que tenía unos seis años, recién fallecido mi padre, venía a casa y también pintaba. Utilizaba unos rotuladores que yo le había regalado a mi padre. Miguelín sabía que esos rotuladores estaban en el tercer cajón de la mesa del despacho de su abu Pakitin. Él los cogía, pintaba y luego los guardaba en el mismo sitio porque sabía que mi padre siempre fue muy ordenado y cuidadoso con todas sus cosas.
Mi padre atesoraba los primeros dibujos que hizo Miguelin, los cuales eran apenas unas líneas y unas curvas esbozadas en una hoja.
Fue perfeccionando su estilo y ahora igual te dibuja un cuadro realista que un Picasso. Corre por sus venas la sangre pintora de su abu Carmen, de su tía abuela Monicha y de su tía Irene. Desde que era un bebé ha querido formar parte del mundo en el que vive. Es consciente de todo lo que hay a su alrededor. Está integrado completamente en el ecosistema en el que vive, en el planeta en el que habita y en el universo al que pertenece. De ahí que, por ejemplo, le encante pintar animales
Como personaje curioso de un cuadro pictórico muy conocido, mi padre nos nombraba a Nicolasito Pertusato. Siempre que oíamos ese nombre nos hacía mucha gracia porque nos parecía un nombre muy curioso. Mi padre nos contaba que Nicolasito Pertusato era un enano italiano al servicio de la corte española durante los reinados de Felipe IV y Carlos II. El pintor Diego de Velazquez quiso inmortalizarlo en uno de sus cuadros más famosos “Las Meninas”, en el que aparece pisando a un perro mastín.
A menudo, mi padre hacía referencia a la escultura de “La bicha de Balazote” que es una de las piezas más turbadoras del arte ibérico que cuenta con unos 2.500 años de antigüedad. Dicha escultura, formada por dos piezas, fue hallada a finales del siglo XIX en el paraje de Los Majuelos, en el término municipal de Balazote (Albacete).
Con su mirada vacía, su pómulos salientes, su bigote fino y su boca pequeña continúa hipnotizando a los visitantes del Museo Arqueológico Nacional (Madrid). De semblante un tanto burlón, este toro androcéfalo, que ya no conserva los cuernos, ha sido descrito como un animal mítico, fantástico, que tendría la función de custodiar una tumba monumental y alejar las influencias maléficas.
El piso en el que en un principio vivimos mis padres, mis hermanos y yo, y más tarde sólo mis padres y yo, se encuentra en un edificio que se alza en la calle Gran Vía de Zaragoza. La calle Gran Vía se hizo realidad en 1924 cuando se canalizaron y soterraon las aguas del Río Huerva y así se pudo crear un bulevar. Sus dimensiones de cuarenta metros de anchura bien merecían ese adjetivo de gran, más aún conforme fueron ubicándose magníficos edificios en sus laterales.
Este es el caso del edificio de Gran Vía 40. Un edificio por el que mi familia y yo habremos subido y bajado millones de veces durante los treinta y seis años que llevamos allí. El proyecto para su construcción fue realizado por el arquitecto Lorenzo Monclus Ramírez en julio de 1945. Curioso es saber que, en aquella época la calle Gran Vía se llamaba la Avenida Calvo Sotelo.
Se obtuvo la licencia de obra el 15 de noviembre de 1948 y a partir de ahí comenzó la historia de este edificio.
Cuando mi padre fue presidente de la comunidad, hace unos diez años, se llevaron a cabo las reformas del portal. Recuerdo que mi padre tuvo muchos quebraderos de cabeza con dichas reformas debido a que el gremio contratado para realizarlas fue de todo menos cumplidor. Sin embargo el carácter disciplinado y comprometido de mi padre ayudaron a que la reforma se concluyese de la mejor forma posible. El resultado fue un portal luminoso con una larga rampa que eliminaba las barreras arquitectónicas del portal original.
Se sustituyó además el antiguo ascensor que había, el típico de la primera mitad del siglo XX, aquéllos de cabina de madera noble tallada y con estructuras metálicas que rodeaban sus huecos. En su lugar se instaló un moderno ascensor con todas las comodidades del momento. Por cierto, que a mi hermana Patricia le daba verdadero pavor meterse en el antiguo ascensor y siempre subía por las escaleras.
Con esta reforma se eliminó la garita destinada al portero de la comunidad. En sus inicios, en el edifico había un conserje, llamado Tomás, que llevaba uniforme con un sombrero como el de los botones de los hoteles. Él se encargaba, entre otras tareas, de abrir la puerta a los vecinos de la comunidad y ayudarles, en su caso, a llevar los paquetes de las compras y demás pesos.
Con el paso de los años, Tomás se jubiló y lo sustituyó Fortunato. El nuevo portero ya no llevaba uniforme pero seguía siendo igual de solícito que el anterior. Un beneficio de los porteros en nuestro edifico es que tenían como usufructo el piso ubicado en la última planta. Pero tiempo después la figura del portero desapareció por completo dejando en manos de la tecnología la tarea de la vigilancia y seguridad del edificio.