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¿Por qué todas las cosas buenas tienen que terminar? Algunos responderían porque así es la vida o porque tenemos que aceptar las cosas tal y como vienen. Ambas contestaciones son conformistas y dejan todo en manos de un destino cierto, un destino en el que no tenemos capacidad de acción. Si vas más allá, si no te quedas en lo trivial, puede que esa pregunta tenga otra contestación. Porque las cosas buenas pueden tener un fin, pero ese fin puede llevar al inicio de otras cosas también buenas o incluso mejores. Porque sólo conociendo la completa felicidad no conoces todo. Porque para que hayan cosas buenas tienen que haber cosas malas.

Pocuelo (parte V)

Abandonamos la segunda planta del chalet de Pozuelo de Alarcón para ir al que probablemente era el lugar con más entretenimiento que había conocido hasta entonces. Era la parte más alta del chalet y la más cercana al cielo. A nuestro cielo. Hablo de la huardilla. A ella se accedía desde la segunda planta por unas escaleras bastante empinadas. Mis hermanos y yo llamábamos a la buhardilla, la «guardilla»Y es que esa zona era nuestra especie de refugio cuando los mayores hablaban de temas de mayores y nosotros sólo queríamos jugar y divertirnos.

El suelo de la buhardilla era de moqueta lo que daba una inmediata sensación de calidez al ambiente. En el techo había un gran tragaluz que permitía entrar gran cantidad de luz a la estancia lo que evitaba, por el día, tener que tirar de electricidad de flexos, lámparas o similares. Por las noches sí que necesitábamos alguna luz auxiliar pero muchas veces la iluminacion de la luna y de las estrellas de ese cielo limpio de Pozuelo te permitían moverte por la huardilla sin mayor dificultad.

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021

Nuestros primos, Jesús y Mario, tenían allí todo lo necesario para pasar horas y horas sin aburrirte. Juegos, tebeos, novelas infantiles y juveniles, etc. Mi padre, por ejemplo, cuando subía a la «guardilla» para ver qué tal estábamos, y se quedaba un ratito, sin darse cuenta se encontraba enfrascado leyendo un tebeo de «Mortadelo y Filemón», de «13, Rue del Percebe» o leyendo cualquier otra historieta. Y si ya cogía para su lectura un «Súper Humor», entonces se evadía por completo y, sin darse cuenta, se le pasaban las horas en la huardilla leyendo esas tiras cómicas. Mi padre desde la huardilla, y con esos tebeos entre sus manos, sacaba a pasear ese niño que siempre llevó dentro.

Y es que «La Colección Súper Humor» fue una serie de tomos lanzada a partir de 1978 por la Editorial Bruguera. Los tomos de «Súper Humor» eran de tapa dura y cada uno tenía 360 páginas ¡Vamos, que te aseguraban un humor casi interminable! Sus números recopilaban aventuras aparecidas anteriormente en la colección «Olé!» mezclando en un mismo álbum diversos personajes de la editorial, aunque siempre priorizando los de Ibáñez y  Escobar. Posteriormente, en 1987, Ediciones B recuperó la colección manteniendo su formato original hasta 1992, momento en el que se empezó  a hacer distinción por personajes, pudiendo encontrar «Súper Humor» seriados de Mortadelo y Filemón, Superlópez, Zipi y Zape, etc. En la actualidad se publica un único número de «Súper Humor» al año con las últimas novedades de las series de Mortadelo y Filemón y Superlópez. 

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Uno de los objetos más solicitados y deseados de la «guardilla» era el ordenador. Primero, mis primos tuvieron un Amstrad CPC 464.

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Con el tiempo nos traspasaron ese legado y ellos se compraron un Commodore Amiga 500. Este ordenador personal, el Commodore Amiga 500, fue lanzado al mercado en 1987 al mismo tiempo que el Commodore Amiga 2000. Mientras que este último se orientaba a un mercado profesional y de usuarios avanzados, el Amiga 500 lo hacía al mercado doméstico y del videojuego.

El Amiga 500 fue durante mucho tiempo el sueño de muchos de los que se criaron con el Spectrum, el C64 y el Amstrad CPC. Ofrecía un espectáculo gráfico y sonoro sin precedentes, superior incluso al del Atari ST, lanzado un par de años antes. Es decir, una máquina hecha para arruinar a los padres, enamorar a los hijos y durar, como demuestra el hecho de que este tipo de ordenadores aún sigan funcionando como el primer día.

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Recuerdo que mi hermano Nacho también quería un Commodore Amiga 500 y no paraba de cantarle a mi padre una cancioncilla que se había inventado para que mi padre le comprase dicho ordenador. La cancioncilla decía tal que así:

«Amiga quinientos de commodore, tararararaaaa, es el mejor ordeenaaadorr, del muundooo, sisisisisisi»

Mi hermano usaba como música para la letra de esta canción la musiquilla del videojuego «Defender of the crown», uno de los videojuegos preferidos de mi primo Mario ¡Cuántas veces llegó a cantar mi hermano esa cancioncilla! Sin embargo, a pesar de su insistencia, mi hermano no consiguió su ansiado objetivo.

Mis hermanos y yo siempre nos peleábamos por ser los primeros para jugar a los videojuegos del ordenador. Mis primos tenían gran cantidad de videojuegos, tanto del Amstrad CPC 464, como del Commodore Amiga 500. Recuerdo que nuestros videojuegos preferidos del Amstrad eran: «Hunchback», «Cauldron» o «Commando»

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Y nuestros preferidos del Amiga 500 eran : «Arkanoid», «Kick Off» o «Bubble Bobble» .

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Especialmente era mi hermano Nacho el que más loco se volvía por jugar al ordenador. Una vez se hacía con el joystick (o palanca de mando), al que mi hermano llamaba «mango», ya no había quien se lo quitase de las manos.

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Y es que desde muy pequeño, mi hermano se enganchó a los videojuegos, que en aquél entonces estaban casi en pañales. Ya comenté en un capítulo del blog,  que era tal la afición de mi hermano por los videojuegos, que cuando mi padre le llevaba al colegio “Airina” en Tarrasa, tenía que dar una vuelta tremenda desde mi casa al colegio para evitar “El Casinet”, una sala de videojuegos llena de luces y ruidos a la que mi hermano no podía resistirse.

Pasábamos horas y horas en esa huardilla ¡Nos hubiésemos olvidado hasta de comer¡ Pero para que ello no pasase estaban nuestros padres, o nuestros tíos, que se turnaban para subir las escaleras que llevaban de la planta baja a la segunda planta y subir las escaleras que llevaban de la segunda planta a la huardilla y asomar la cabeza por la puerta corredera de madera de la huardilla y decir: «¡A comer!». Lo de «¡A comer!»  lo tenían que repetir varias veces ,no sólo el que subía en primera instancia a avisarnos, sino  también sus relevos subsiguientes.

Cuando mis tíos vendieron el chalet de Pozuelo de Alarcón, algo se nos rompió a todos en el corazón, en el alma. Porque aquel chalet de mis tíos, era suyo, pero a la vez lo sentíamos de todos porque así nos lo hizo sentir la familia Villoría Morillo. Pozuelo ya no iba a ser «Pocuelo» y dolía no poder volver a ese chalet, dolía no poder experimentar más vivencias en ese paraíso que fue para nosotros ese rincón en el mundo. Un rincón en el que a medida que subías plantas te ibas acercando más al cielo, a nuestro cielo.