En los últimos capítulos del blog sobre la vida de mi familia en Zaragoza, no he hecho dedicatorias en especial, sino en general. En este capítulo sigo haciendo una dedicatoria generalizada. Son muchos los familiares, amigos y conocidos que acompañaron a mi padre en su vida en Zaragoza. Cuando vaya desgranando las múltiples facetas que El Gran Pakitín desarrolló en su ciudad de destino, sus personas especiales irán aflorando de la escritura como las ramas brotan de un árbol.
La vida iba transcurriendo en un piso de Gran Vía 40
En aquella Gran Vía de Zaragoza, nosotros vivíamos en el nº 40. El edificio, construido en 1949, era imponente. Tenía ocho plantas y tres pisos por planta. El edificio culminaba con un torreón que te permitía observar unas vistas espectaculares de Zaragoza.
Se accedía al edifico a través de una puerta de hierro forjado que te conducía al portal.
Cuando mi padre fue presidente de la comunidad se llevaron a cabo las reformas del portal. Recuerdo que mi padre tuvo muchos quebraderos de cabeza con dichas reformas debido a que el gremio contratado para realizarlas fue de todo menos cumplidor. Sin embargo, el carácter disciplinado y comprometido de mi padre ayudaron a que la reforma se concluyese de la mejor forma posible. El resultado fue un portal luminoso con una larga rampa que eliminaba las barreras arquitectónicas del portal original.
Se sustituyó además el antiguo ascensor que había, el típico de la primera mitad del siglo XX, con la cabina de madera noble tallada y con estructuras metálicas que rodeaban sus huecos. En su lugar se instaló un moderno. Por cierto, que a mi hermana Patricia le daba verdadero pavor subir en el antiguo ascensor y siempre utilizaba las escaleras.
También con la reforma se eliminó la garita destinada al portero de la comunidad. Mi padre nos contaba que en los inicios había un conserje que llevaba uniforme con un sombrero como el de los porteros de los hoteles. Él se encargaba, entre otras tareas, de abrir la puerta a los vecinos de la comunidad y ayudarles, en su caso, a llevar los paquetes de las compras y demás pesos.
Con el paso de los años, en el edificio esa figura del conserje con uniforme dio paso al portero al uso que había en las comunidades de vecinos. El portero en nuestro edifico tenía como usufructo el piso ubicado en la última planta.
Y pasaron unos años y la figura del portero desapareció por completo dejando en manos de la tecnología la tarea de la vigilancia y seguridad del edificio. La sustitución del portero por las cámaras de seguridad. La sustitución del hombre por la máquina.
Ya lo comentaban Don Sebastián y Don Hilarión en el cuadro primero de la famosa zarzuela,” La Verbena de la Paloma”, estrenada en 1894 en el teatro Apolo de Madrid:
“Don Hilarión: El aceite de ricino. Ya no es malo de tomar.
Don Sebastián: ¿Pues cómo?
Don Hilarión: Se administra en pildoritas. Y el efecto es siempre igual.
Don Sebastián: ¡Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad!
Don Hilarión: ¡Es una brutalidad!
Don Sebastián: ¡Es una bestialidad!”
Y es que los monólogos y diálogos de Don Hilarión llegaron a formar parte del habla común del Madrid de finales del siglo XIX. Todavía en el siglo XXI se siguen utilizando, como muletilla o frase hecha, algunas de las frases de esa mítica zarzuela ¡Y mi padre no iba a ser menos¡, ya que la frase “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad” fue una de sus preferidas, como buen chulapo que era.
Nuestro piso en la calle Gran Vía nº 40 era un piso grande. El recibidor de la entrada se unía al pasillo mediante unas puertas batientes de madera que parecían las típicas puertas de los bares del Antiguo Oeste.
Durante la pandemia del coronavirus, estas puertas sirvieron a mi padre como barrera de protección cuando venían familiares o amigos. Entonces para extremar precauciones, mi padre, que en los últimos años estaba más delicado de salud, se ponía detrás de las puertas batientes con su mascarilla y apoyaba los brazos encima de las puertas para estar de pie y no cansarse. Si se cansaba, cogía la silla de su despacho y se sentaba.
El pasillo era largo y con forma rectangular. Un pasillo típico de los pisos de construcciones de mediados del siglo XX y que era consecuencia del hueco reservado al ascensor de la comunidad. También el pasillo de casa le sirvió a mi padre durante la pandemia ya que, como salía poco a la calle, caminaba en casa para mantenerse activo y en movimiento.
Mi padre sabía exactamente los metros que tenía el pasillo porque los había medido con sus pasos. A él le gustaba medir todo y, aparte de utilizar la cinta métrica, utilizaba sus propios pasos para medir superficies tanto de espacios cerrados como de espacios abiertos.
A menudo pasaba que, si salías de una habitación y te lo topabas de frente en su caminata, el decía:
“¡Cuidado que está pasando el expreso de Gales!”
como para indicar que iba muy rápido. Yo de broma le solía replicar:
“¡Más bien está pasando el Transiberiano!”
haciendo referencia al tren que recorría 9.600 kilómetros en siete días y atravesaba siete husos horarios entre Moscú y Vladivostok realizando 72 paradas.
Algunos cambios más en nuestras vidas
El 16 de junio de 1992, mi padre pasó a trabajar de la Delegación de Hacienda de las Delicias a la Delegación de Hacienda de la calle Albareda nº 16 para incorporarse a un equipo de Inspección de la Delegación Central.
Mi padre estaba muy a gusto en la Delegación de Delicias, pero enseguida se adaptó a la Delegación de la calle Albareda. Además, como la nueva Delegación estaba más cerca de casa, podía ir andando hasta el trabajo.
En aquel entonces aquella Delegación disponía de una cafetería-restaurante a la que muchas veces mis padres, mis hermanos y yo íbamos a comer y así pasábamos un rato juntos. En ese edificio de cemento de formas cúbicas y rectangulares mi padre ocupaba un despacho muy luminoso en la planta 5ª ¡Cuántas veces fui a visitarlo allí!
Recuerdo sentir el sol que daba en la ventana de su despacho a principios de primavera y mi padre quitarse la chaqueta del calor que hacía y ponerla en el respaldo de su silla. Aparte de su escritorio con el ordenador y con una silla para él, había dos sillas en frente para que se acomodasen las visitas.
También había una librería con gran muestrario de libros de temática fiscal y tributaria. En una esquina del despacho había una mesa redonda en la que revisaba y estudiaba concienzudamente la documentación de las inspecciones que tenía que revisar.
Recuerdo que siempre que me iba de su despacho, él se volvía a poner la chaqueta que había dejado en el respaldo de su silla y me acompañaba a la zona de ascensores de su planta. Los ascensores estaban a pocos metros de su despacho, así que enseguida estábamos delante de esa hilera de cuatro ascensores. Mi padre entonces apretaba el botón de llamada y cuando se abrían las puertas del ascensor que llegaba antes a la planta, él me daba un besito en la mejilla y me decía: “!Hasta luego chata¡” o “¡Hasta luego nena!”.
Y yo bajaba en el ascensor contenta de haber visto a mi padre y orgullosísima de él. Orgullosa de cómo era él y de lo alto que había llegado profesionalmente. Era un trayecto en ascensor muy corto pero muy dulce, desde la quinta planta hasta la planta calle.
En el terreno académico, a principios de los 90 mi hermana Patricia, mi hermana Irene y yo seguíamos estudiando en el Colegio Agustinos. No fue hasta 1995 cuando mi hermano Nacho pasó de estudiar en el Colegio el Carmelo a estudiar en el Colegio Agustinos.
Para entonces, mi hermana Patricia y yo ya habíamos dado nuestros primeros pasos en la facultad. La facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de Zaragoza. Ubicada en la calle Gran Vía 2, esta facultad estaba literalmente a tiro de piedra de nuestra casa. Pero he de confesar que, incluso teniendo la universidad al lado de casa, algunas veces llegaba tarde a clase. Cosas del tiempo, cosas de la cercanía, cosas del reloj.
También he de confesar, y nunca lo olvidaré, que mis notas de selectividad no fueron muy buenas, aunque llevaba buena media del colegio. Este tropiezo hizo que mi nota media bajase con lo cual no iba a poder optar a estudiar la carrera que quería, Empresariales. La misma carrera que estaba estudiando mi hermana Patricia.
Pero mi padre me ánimo y apoyó para que presentase unas alegaciones al Tribunal de La Selectividad solicitando que fuesen revisadas las asignaturas en las que había sacado peor nota y, en su caso, las notas fuesen modificadas redondeando al alza. Y así fue, escribí de puño y letra lo que me indicó mi padre. Literalmente él me dictó lo que tenía que escribir en el impreso de solicitud. Y conseguí, no que me aceptasen en Empresariales, pero sí que me admitiesen en Económicas. Fue mi motor y yo el barco. Sin la ayuda de mi padre no lo hubiera conseguido.
Mi hermana Patricia se matriculó en 1994 en la Licenciatura de Empresariales. A ella le correspondía estudiar lo que llamaban “El Plan Antiguo”, es decir cinco años de carrera.
Yo me matriculé en 1995 en la misma universidad, pero en la Licenciatura de Económicas, y mi promoción estrenaba lo que se llamaba “EL Plan Nuevo”, es decir, en vez de cinco años, se cursaban cuatro años.
Lo que significaba que el Ministerio de Educación intentaba comprimir en cuatro años lo que se enseñaba en cinco. Una especie de “Zip” de conocimientos. Con esta “compresión” mi hermana Patricia y yo acabamos la carrera el mismo año. Cosas del tiempo, cosas de la edad, cosas de los planes.
Pero… esperaré al capítulo siguiente para meternos en más materia.