Este capítulo se lo quiero dedicar a mi hermana Patricia. La primera hija de mis padres. Fue para ellos su primera ilusión, su primera experiencia, su primera alegría, su primera preocupación. Pasaron de ser dos a ser tres. De ser una pareja a ser una familia. Mi hermana Patricia abrió el camino para la llegada de mi hermana Irene, mi hermano Nacho y yo. Ella fue el inicio de los Morillo Sánchez. Con ella mis padres aprendieron cómo ser buenos padres. Con ella mis padres se dieron cuenta que el amor a un hijo era un amor inigualable e infinito. Con ella mis padres entendieron el significado de la vida.
La llegada de la primogénita
Pocos meses después de casarse, mi padre estaba preocupado porque mi madre aún no se había quedado embarazada. Ambos estaban deseosos de ser padres. Pronto su ilusión se iba a cumplir. Mi madre se había quedado embarazada y a principios de agosto de 1974 serían padres. No sabían el sexo del bebé, ya que por aquel entonces hasta que no se daba a luz no se sabía si el recién nacido era niño o niña.
Un día de mediados de julio, pocas semanas antes de que saliese de cuentas, mi madre quiso gastarle una broma a mi padre. Así que puso un muñeco debajo de las sabanitas de la cuna que tenían destinada para acoger a su primer hijo. Esa cuna sería testigo de los sueños y lloros de su primer vástago. Entonces, cuando ese día mi padre volvió a casa del trabajo, mi madre le dijo a mi padre que ya había dado a luz y le enseñó la cuna con el muñeco tapado. Mi padre no podía dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo ¡Cómo se rieron los dos cuando mi padre descubrió que lo que había en la cuna era un muñeco! Cosas de primerizos, cosas de la ilusión de tener un niño, cosas de la impaciencia de querer ser padres.
Mi hermana Patricia Paloma nació el 2 de agosto de 1974. Mi padre la llamaba “La patricina”, “La princesita” o “La patis potis” (por el dragón “Poti Poti” de la serie de dibujos animados “Los Aurones” emitida en televisión en 1987).
¡Esta niña no come nada!”
A partir de entonces el objetivo de mis padres fue que mi hermana comiese. Hacían las mil y una para conseguirlo. Como se dieron cuenta que mi hermana Patricia se reía cuando escuchaba el ruido de estirar la cadena del wáter, pues mi padre se pasaba un rato estirando de la cadena y entonces mi madre aprovechaba ese momento en que mi hermana abría la boca para meterle la cuchara con comida.
Un día mi padre se puso un tubo de plástico en la frente porque a mi hermana le hacía gracia, así abría la boca y podían darle alguna cucharada de papilla. El problema fue que el tubo de plástico le hizo tanto vacío a mi padre en la frente, que cuando se lo quiso quitar no podía. Al final, al cabo de insistir y tirar mucho, mi padre consiguió quitarse el tubo. A mi padre le quedó un rodal en medio de la frente que no se le fue en varios días. En el trabajo, la empresa “Marconi”, no dejaban de preguntarle cómo se había hecho aquella marca. Mi padre que siempre quería pasar desapercibido, en esos días le resultó imposible no llamar la atención.
Mis padres estaban ansiosos por escuchar las primeras palabras que dijese mi hermana. Sin embargo, las primeras palabras que salieron de la boca de mi hermana fueron: “me duele el corazón”. Es fácil imaginar lo atónitos que se quedaron mis padres al escuchar dichas palabras. Ya se sabe ¡ten cuidado con lo que deseas! Cosas de primerizos, cosas de empezar a hablar, cosas de lo inesperado.
Otras de las primeras palabras que pronunció mi hermana Patricia fueron: “coche, calle, coche, calle”. Cuando mi hermana decía estas palabras lo que significaba es que quería salir a la calle y ver coches.
Por cierto, mi hermana Patricia y mi hermano Nacho son los únicos que tenían el carnet de conducir en casa. Mi padre, cuando se montaba en un coche como copiloto, lo primero que hacía era abrocharse el cinturón y agarrarse al asa de encima de la puerta del copiloto. Era como si se hubiese echado pegamento en las manos y no pudiese soltarse de dicho asa. Sólo se soltaba del asa cuando había llegado al lugar de destino.
Cuando mi hermana Patricia era la conductora, y mi padre iba de copiloto, a lo largo del trayecto él repetía varias veces: “Patri, ¡mira que conduces bien!”. Mi hermana solía aparcar el coche en una plaza de garaje pequeña y complicada de acceder y mi padre le decía bromeando:
“¡Venga Patri, si en esta plaza cabe un elefante con paperas!”
Las ganas de salir a la calle que mi hermana tenía de pequeña las sigue teniendo en la actualidad, y si cabe, más agudizadas que de pequeña. De hecho, es que a su pareja José Antonio y a su hijo Miguelín también les gusta mucho estar en la calle. No sin parte de razón, mi padre solía decir: “¿¡Es que esa familia no puede quedarse una tarde en casa tranquilamente leyendo un libro?! ”, o “¡A esa familia no les pillará una bomba en casa!” o “¡A esa familia no se les caerá la casa encima!”.
Mi hermana siempre fue muy miedosa. De pequeña tenia miedo a la oscuridad y de mayor a los lugares cerrados. De pequeña le regalaron un muñeco de “Epi”, la famosa marioneta de “Barrio Sésamo” que en ese conocido show televisivo formaba pareja con otra marioneta llamada “Blas”.
Mi hermana cogió tanto miedo a ese muñeco que mis padres lo tuvieron que guardar en un armario de su cuarto. Pero aún así, como mi hermana sabía que estaba guardado en ese armario, no estaba tranquila. Mis padres al final optaron por regalar el muñeco a otro niño para que mi hermana pudiese dormir en paz.
Mi hermana Patricia, al ser la mayor de las hermanas, le gustaba dirigirnos a mi hermana Irene y a mí. Era como nuestra profesora. Ella siempre llevaba la voz cantante y nosotras la seguíamos allá donde fuera. Tenía dotes de mando y las sigue teniendo.
A veces de broma, mi padre la llamaba “Srta. Rottenmeier”, refiriéndose al personaje de ficción de la novela infantil “Heidi”. Y es que la Srta. Rottenmeier era una mujer severa, rígida y que regañaba continuamente a la pequeña Heidi porque incumplía las normas que ella imponía. A pesar de la mala fama del personaje, no todo era negativo en la Srta. Rottenmeier. Su meticulosidad, dedicación y detallismo a la hora de hacer frente a la tarea más rutinaria podría convertirse en una virtud en búsqueda de la perfección. Y esa dedicación y detallismo fue lo que mi hermana, con el paso de los años, adoptó del personaje.
Fue una niña muy obediente y se ha convertido en una mujer muy responsable. Le gusta tener las cosas controladas al milímetro, especialmente los tiempos, clara herencia de mi padre.
De mi padre también heredó sus rodillas salientes y huesudas. Nos reíamos mucho con eso porque mi hermana se quejaba de por qué había heredado ese rasgo físico y no había heredado, por ejemplo, los ojos verdes tan bonitos que tenía mi padre. Cosas de padre e hija, cosas de la genética, cosas de la probabilidad.
Aunque era muy obediente, de pequeña dio algún susto que otro a mis padres. En una ocasión se bebió un bote entero de mercromina y mis padres tuvieron que llevarla rápidamente al hospital.
En otra ocasión, resbaló en el suelo del salón que mis padres acababan de encerar, se dio en la sien con el pico de una mesa baja y mis padres tuvieron que salir pitando al hospital.
Una vez mi hermana me cogió en brazos, ella tendría cinco años y yo tres, y quiso bajar las escaleras de la planta del piso en el que vivíamos en la calle Villa de Arbancón nº 7 de Madrid. Yo era demasiado peso para ella, entonces tropezó y nos caímos rodando por las escaleras. La peor parte me la llevé yo, que fui dándome en la nuca con el voladizo de cada escalón.
Mi madre, muy asustada al ver tanta sangre saliendo de mi pequeña cabeza, cogió una toalla, me la envolvió en la cabeza y me llevó al hospital. Mi padre estaba trabajando y cuando se enteró de lo sucedido, acudió como un rayo al hospital. Me pusieron siete puntos en la nuca y me ha quedado una cicatriz de recuerdo. Eran travesuras de niños que sólo quedaron, gracias a Dios, en anécdotas que contar.
Delicada y frágil en apariencia, mi padre solía decir que mi hermana Patricia, de lo grácil que era su caminar, parecía que anduviese unos centímetros por encima del suelo. Según mi padre, mi hermana tenía “manos de Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela”. Con esta frase mi padre hacía alusión a las dos hijas del rey Felipe II. Las dos infantas irradiaban finura y disfrutaron de grandes privilegios por su condición regia y por el poder de la monarquía hispánica en tiempos de Felipe II.
Pero esas manos tan delicadas eran a la vez muy torpes. En cuanto mi hermana cogía algo, ese algo se le caía al suelo y se rompía. Mi padre le decía que tenía “manos eróticas, que todo lo que tocan lo j…. den”. Eso sí, se le caían las cosas de una forma muy delicada y a la vez salía de su boca la onomatopeya “ups”. Nosotros nos reíamos mucho porque era una escena muy cómica ver la facilidad con la que a mi hermana se le caían las cosas de esas manos que parecían estar untadas en mantequilla.
Cuando mi hermana rompía algo, mi padre decía: “¡Quien rompe paga y se lleva los trastos a su casa!”, frase muy explícita con la que él nos intentaba inculcar que todas las cosas tienen su valor. Ese valor no era sólo un valor económico, para mi padre las cosas tenían un valor menos tangible, el valor de la historia. Para él cualquier objeto poseía una historia que había que cuidar, conservar, respetar y transmitir.
Mi padre decía:
“¡Qué bien sabe ponerse Patri en las fotos!”
y de broma decía: ”¡Qué bien posa la condenada!”. Mi padre decía que él salía poco favorecido en las fotos y admiraba la fotogenia de mi hermana.
Fotogenia que ha sido heredada por el hijo de mi hermana Patricia, Miguelín. Cosas de los caprichos de la genética, cosas del salto de generaciones, cosas de madre e hijo.
Durante una época estresante de estudio y trabajo a la vez, mi hermana Patricia padeció algunos episodios de angustia y ansiedad. Mi padre, para intentar tranquilizarla en aquella época, la acompañaba todas las tardes a darse una vuelta por “La Ciudad Jardín” de Zaragoza. Esa zona de Zaragoza era un remanso de paz en medio del bullicio del tráfico y el calor del asfalto. Era uno de esos lugares donde parecía que el tiempo se hubiese detenido años atrás, cuando todo era más sencillo y la gente no tenía tanta prisa. A mi hermana le sentaba muy bien darse esas vueltecitas con mi padre. Además, mi padre amenizaba esos paseos con sus conversaciones entretenidas que siempre le caracterizaron.
La pareja de mi hermana, José Antonio, es peluquero y siempre que nos reuníamos en familia mi padre, bromeando, le hacía las mismas preguntas:
“¿Cuánto cobras a los calvos por lavarles la cabeza?”
“Y si tienen algún pelo, ¿cuánto les cobras por cortarles el pelo?, ¿lo mismo que al resto de clientes?, ¿o les haces rebaja?”.
Mi padre, como siempre, con el humor por bandera. Abanderado de las risas, los chistes y las ocurrencias. Aunque es cierto que mis hermanos y yo hemos heredado parte del humor que mi padre sacaba a pasear, esa bandera del humor en mi casa ha quedado a media asta desde que mi padre falleció.