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Mi padre, mi Gran Pakitin. Cualquier agradecimiento que pueda hacerte personalmente, quedaría corto. Soy tu segunda hija. La familia que querías construir iba tomando forma cuando yo nací, pero aún quedaba mucho por construir. Ladrillo a ladrillo se iba construyendo un hogar. Ese hogar continúa, lo que es la prueba de tu buen hacer. Fuiste mi todo y mi todo se fue. Orgullosa de ser tu hija. Tu pulpillin.

Y llegó Moniquilla, Pulpillo, Pulpillín

El 8 de marzo de 1976, a los 19 meses del nacimiento de mi hermana Patricia, nacía yo, Mónica María. Nací una madrugada que llovía a cántaros y mis padres exclamaron: “¡Esta niña va a ser muy guerrera!”, y así fue. Nací con una gran mata de pelo negro en la cabeza. Tanto es así que, nada más nacer, la comadrona me hizo un “quiqui” con el flequillo.

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021

Mi padre me llamaba “Moniquilla”, “Pulpillo” o “Pulpillín. De pequeña me chupaba el dedo gordo de la mano derecha, con tal insistencia, que lo tenía más largo que el dedo gordo de la mano izquierda. Mis padres hicieron de todo para que no me lo siguiese chupando y me deformase el paladar. Me pusieron unos guantes e incluso me pusieron pimienta en el dedo gordo para que no me resultase agradable al gusto, pero nada funcionaba. Un día, sin más, dejé de chupármelo.

Otra de mis malas costumbres de pequeña era morderme las uñas. Cuando mi padre veía que me mordía las uñas, me decía: “¡Esas uñas!”. Tal cual apareció esa mala costumbre, tal cual desapareció.

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Tardé mucho en pronunciar la “r”. Esa dificultad que yo tenía para pronunciar el sonido de la “erre” se llama “rotacismo”. Representaba un trastorno del habla para mí ya que tendía a sustituir ese sonido de la “erre” por el sonido de la “ll” (“elle”).

Mi padre, al igual que nos enseñaba inglés a mis hermanos y a mí, era mi logopeda particular y me daba clases para corregir ese problema de pronunciación. Mi padre nos contaba la anécdota que en una boda a la que fueron mis padres conmigo y pusieron cordero para comer, yo decía al principio de la comida: “No mi(me) gusta el collillo (cordero)”. Pero después lo probé y dije:

“Mi gusta el collillo”

En otra ocasión le dije a mi padre: “Ya sé lillir(leer)” y señalando la nevera en la que ponía el nombre “Zanusssi”, dije: “Nevella(nevera)”. También sustituía el sonido de la “d” por el de la “ll”. Mi padre nos solía contar aquella vez en la que me enfadé con mi hermana Patricia y le dije: “¡Estoy enfallalla, toma patalla (estoy enfadada, toma patada)!”. ¡Cuánto se reía mi padre al recordarnos estas anécdotas!

Al final, gracias a la insistencia de mi padre, logré pronunciar correctamente tanto el sonido de la “r” como el sonido de la “d”. Cosas de empezar a hablar, cosas de aprender, cosas de enseñar.

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Siempre he sido muy sensible y sólo la idea de poder perder a un ser querido me atormentaba. Confieso que de pequeña lloraba cuando mi padre se retrasaba un poco al llegar a casa después de trabajar. Pensaba que le había pasado algo y no lo volvería a ver.

Recuerdo estar tumbada en un sillón que teníamos en la sala de estar y que tenía una funda a cuadros vichy verde oscuro. Recuerdo sentir como caían las lágrimas de mis ojos y mojaban levemente esa funda. Era un lloro silencioso porque no quería que mi madre y mis hermanos me viesen triste. En aquellos momentos sentía la perdida de mi padre, pero era una pérdida momentánea y reversible porque mi padre al final llegaba a casa y mis lágrimas cesaban. La pérdida de ahora es permanente e irreversible y mis lágrimas no cesan.

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De niña yo estaba muy delgada. Por cierto, ¡Cuántas expresiones tenía mi padre para decir que alguien estaba delgado!, y así decía: “Está en el chasis”, “Está escurrido”, “Está flacucho”, “Está esquelético”, “Está en los huesos “, “Está raquítico”, “Está escuálido”“Es un escuerzo”, “Es un tirillas”, “Es un enclenque”, Tiene tobillos de jilguero (o “ jilgueriles”) “, “Parece un niño del Biafra”, “Le faltan tres cocidos”, “Está escuchimizado” , “Está esmirriado”,

“Es la radiografía de un silbido”

“Es un sílfide”, “¡Tiene que pasar tres veces para que le veamos!”, “Está como un palillo”, “Está como un palitroque”, “Se puede estudiar anatomía en él”.

Pues bien, mi padre dedujo que la forma que tendría yo para engordar un poco sería la de guardar reposo” después de haber comido. Así que, cuando acababa de comer tenía que tumbarme en el sillón una media hora con el fin de no gastar energías y que la ingesta de comida fuese íntegramente dirigida a aumentar mi peso. Sin embargo, lo de “guardar reposo” no era para mi y al acabar de comer me ponía a jugar con mi hermana Irene a los cromos.

Mi padre llamaba por teléfono a casa para preguntar por todos y ver si yo estaba guardando reposo y mi madre le decía: “¡Qué va, ahí está con su hermana Irene jugando a los cromos detrás del sillón“, y mi padre contestaba: “mecachis, dile que se ponga”, y yo me ponía al teléfono y mi padre me decía: “Moniquilla, tienes que reposar para ganar peso. Anda, deja de jugar a los cromos con tu hermana y túmbate en el sillón”. Entonces yo colgaba el teléfono y le obedecía porque me hacía entender que era bueno para mi. Y allí me quedaba en el sillón mirando a las musarañas durante treinta minutos. No recuerdo si lo de guardar reposo hizo que engordase algo, pero desde luego lo estuve haciendo una buena temporada.

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En mi adolescencia fui algo rebelde y algún que otro quebradero de cabeza di a mis padres. Mi padre me decía a menudo que tenía que “amueblar mi cabeza”. Además, me gustaba que en mi casa me hiciesen recados y mi padre solía decirme que: “dejase de utilizar el séquito de criados, lacayos, esclavos, mandados y similares que tenía”. Con el paso del tiempo, y siguiendo los consejos de mi padre, me volví más sensata. Sin embargo, aún me gusta que en mi casa algún “alma caritativa” me haga algún recado que no me apetece hacer a mi. Mi padre en una ocasión me escribió en una carta:

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En uno de mis primeros trabajos, mi jefa, Carmen B., me propuso estudiar un máster de auditoría. Era una muy buena oportunidad profesional para mí y además mi jefa se encargaba de pagarme el máster. Yo acepté encantada.  Era un máster a distancia y después de inscribirme empezaron a llegar a casa los archivadores con el material de estudio. Yo me empecé a agobiar con tanto archivador y mi padre me decía que me tranquilizase, que me pusiese poco a poco a estudiar. Todos los días, él se ponía a estudiar conmigo. Sin embargo, mi agobio afectó a mi salud. Le expliqué a mi padre que no iba a seguir con el máster y, aunque él consideraba que era una buena oportunidad para mi, siempre respetó, entendió y aceptó mi decisión y nunca me echó en cara el haber dejado pasar ese tren.

Me ha gustado mucho salir, bailar y divertirme. Desde hace unos años, debido a la covid y después por la muerte de mi padre, dejé de salir. En la época de mis salidas nocturnas, antes de salir de marcha seguía mis rituales. Primero me acicalaba y maquillada y después me vestía. Cuando estaba maquilándome, mi padre solía decirme:

“¿Cómo va el revocamiento de fachada?”

o “¿Qué tal va la chapa y pintura?”. Entonces yo me ponía a reír y le decía: “¡Papi, no me hagas reír que me voy a pintar mal los labios!”.

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Después me vestía y si por ejemplo me había puesto una falda demasiado corta, mi padre me decía en tono bromista: “¡Ten cuidado no te vayas a caer de la falda!”. O si me ponía una prenda de un color llamativo, de color plateado o dorado, me decía: “¡Qué galáctica que vas!”.

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Cuando me disponía a salir por la puerta, me despedía de él y le daba un besito y, él aparte de decirme que no llegase tarde, me decía: “¡Mira, ahí va La Reina del Chantecler!, ¡No rompas muchos corazones!”.

Y es que La Reina del Chantecler (1962) era una película española protagonizada por Sara Montiel y que desarrollaba su trama en la Primera Guerra Mundial cuando la Bella Charito (Sara Montiel) triunfaba en el teatro Chantecler de Madrid como estrella del cuplé. La pretendían muchos hombres ricos, incluso un ministro conservador (o “menistro”, como hubiese dicho mi padre de broma) y la obsequiaban con joyas y toda clase de regalos. Pero ella estaba enamorada de un joven periodista a pesar de que tenía fama de vividor. Y es que yo, como la protagonista de la película, me fijaba en los chicos que no me convenían y mi padre me decía que “me echase un novio de veras y no estuviese con los chicos de mi vida”.

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Cuando volvía después de haber salido y llegaba a casa tarde, o muy temprano según se mire, mi padre estaba en la cama a punto de despertarse. Entonces me acercaba a él y le daba un besito en la cara. Él abría los ojos y me decía: “¿¡A estas horas vuelves!?, ¿Pero quién hay a estas horas por ahí? Seguro que no encuentras ni abogados, ni médicos, ni profesores”.

Yo soy un poco maniática, o un mucho, con la limpieza. Si, por ejemplo, había alguna gota de agua en el suelo enseguida yo cogía papel de cocina y la quitaba. Mi padre siempre me decía: ”¡Moniquilla, si la casa está muy limpia. No es necesario que limpies! ” y yo le contestaba: “¡Claro papi, está limpia porque yo la limpio! ” y él entonces me replicaba:

No te obsesiones con la limpieza que en los suelos de esta casa se pueden comer sopas”

Algunas veces llevaba a mi padre por el camino de la amargura con tanta obsesión por la limpieza y entonces mi padre me decía de broma: “¡Ay Moniquilla que me vas a hacer cometer un parricidio!” o “¡En una de estas salimos en “El Caso!”. Y es que “El Caso” fue un semanario español especializado en noticias de sucesos, que se editó en Madrid entre 1952 y 1997.

A lo largo de sus cuarenta y cinco años de existencia la publicación tuvo una gran audiencia. De papel humilde, a cinco columnas y dos tintas, la negra y un rojo sangriento, costaba dos pesetas. Y, aunque algunos lo bautizaron como el “periódico de las porteras”, fue pionero en el periodismo de investigación en España. Se trataban desde sangrientos asesinatos a incluso avistamientos de platillos volantes y contactos con extraterrestres. “El Caso” se hizo eco de algunos hechos delictivos rodeados de misterio como el crimen de la niña Josefina Vilaseca, el caso “Jarabo”, la envenenadora de Valencia, el caso de la mano cortada y los casos relacionados con Eleuterio Sánchez “El Lute” y “El Lolo”.

Especialmente mi padre nos contaba la historia de Eleuterio Sánchez Rodríguez, apodado “El Lute”, que formaba parte de una familia de delincuentes. Sus hermanos “El Toto” y “El Lolo” fueron cómplices en muchas de las fechorías cometidas por él. “El Lute” comenzó su carrera delictiva a los catorce años robando gallinas. Pero fue el atraco a una joyería en Madrid en 1965, donde murió el guarda que la custodiaba, lo que hizo que fuera condenado a muerte. Sin embargo, le fue conmutada la pena de muerte por la cadena perpetua. Una vez ingresado en prisión, fue protagonista de varias fugas, pero finalmente fue apresado. Fue sonada su petición para que le trasladasen de la prisión de Cartagena a otra penitenciaría. Y así e en la carta que escribió dirigida a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias indicaba que: “El penal de Cartagena no reunía condiciones para cumplir largas penas. No había espacio vital para expansionarse. No se proyectaban películas. Por la noche la luz era insuficiente para estudiar o leer y además llevaba un mes tomando somníferos y tranquilizantes para poder llevar mejor su situación”. ¡Casi nada¡ como diría mi padre.

A raíz de haberle extirpado el páncreas el 28 de marzo de 2017, mi padre se convirtió en insulinodependiente. Mi padre me llamaba su “enfermera jefe” porque le controlaba sus niveles de glucemia y le indicaba qué dosis de insulina ponerse, si los niveles eran altos, o qué cantidad de azúcar tomar, si los niveles eran bajos. Cuando se media el azúcar con el glucómetro decía sus valores en alto y de broma decíamos que parecía que estaba cantando el bingo. Me acuerdo que empleaba el plural mayestático cuándo dábamos con la dosis adecuada y decía:

Moniquilla, vamos cogiéndole el truquillo a esto del azúcar, ¿verdad?”

Sin embargo, cuando nos quedábamos cortos (o largos) en la dosis me decía: “Moniquilla, deberías haber puesto más” (o menos, según las circunstancias). Y yo me reía por la forma guasona que tenía de atribuirse los méritos cuando la dosis era la correcta y el de lavarse las manos cuando la dosis no era la acertada. Cosas del cuidado. Cosas del cuidador. Cosas de la relación entre el cuidador y el cuidado.

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