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Este capítulo lo quiero agradecer a la ciudad de Zaragoza y a la amabilidad de sus gentes. Nos acogieron, acogen, y espero acogerán, a mi familia y a mí que, después de dar muchas vueltas buscando un lugar en el que vivir, encontramos nuestro sitio. Mi padre se sintió muy a gusto en Zaragoza hasta su final y siempre la considero como su casa. «Zaragoza, Zaragoza, no sabe lo que se pierde quien no te goza». «Leal, tozuda y valiente es de Zaragoza la gente». 

Los últimos días en Tarrasa

Y los días seguían pasando en Tarrasa. Mi padre en la Administración de Hacienda, mi madre sin parar cuidando de nosotros y haciendo las labores de la casa y mis hermanas y yo yendo al colegio Airina. 

Sin embargo, mi hermano Nacho tuvo que cambiar de colegio porque el colegio Airina, femenino de per se, sólo era mixto en preescolar. Así que en 1988 mi hermano Nacho fue matriculado en el colegio Vedruna Vall situado en la calle del Vall nº 21. Un colegio que en la actualidad cuenta con más de 160 años a sus espaldas enseñando y donde daba clases nuestra tía Esperanza, hermana de mi madre.

De hecho, mi tía estuvo dando clases en ese colegio prácticamente desde que llegó a Tarrasa hasta su jubilación. Y es que mi tía Esperanza, a sus 84 años, es toda una institución académica en Tarrasa. Hay alumnos a los que dio clases que ahora tienen la friolera de sesenta y muchos años. Muchas generaciones de estudiantes de Tarrasa han sido enseñadas por ella y si vas paseando por las calles de Tarrasa en su compañía, a cada metro ella saluda a alguien. No hace falta que le preguntes quién es la persona a la que ha saludado porque ya sabemos que seguramente es un ex-alumno suyo.

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021
Todo cambió el 17 de Mayo de 2021

Mis padres desde un principio tenían claro que Tarrasa no iba a ser la ciudad en la que nos quedásemos a vivir para siempre. Querían que su familia viviese en un lugar en el que pudiesen hablar castellano sin problema y en el que sus hijos pudiesen no sólo aprender en castellano sino también aprender la historia y geografía de España.

A esas alturas, por ejemplo, yo recuerdo saber todos los ríos y montañas de Cataluña, pero tener un desconocimiento absoluto de los ríos y montañas del resto de España. Así que mi padre empezó a realizar las gestiones oportunas para solicitar una plaza de Inspector de Hacienda en otra ciudad de España.

Eligiendo el nuevo destino

Mi padre y mi madre nos pusieron sobre la mesa tres ciudades que podrían cumplir los requisitos para ser una ciudad en la que vivir. Esas ciudades fueron Salamanca, León y Zaragoza.

Cada vez Salamanca iba ganando posiciones para ser la elegida. Situada en Castilla y León, la historia de Salamanca se remontaba a la época celta y era conocida por su arquitectura ornamental de arenisca y sobre todo tenía la Universidad de Salamanca, en la que mis hermanos y yo podríamos elegir estudiar entre un amplio abanico de carreras universitarias. Incluso mis padres hicieron varios viajes para conocer la ciudad más a fondo.

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Aunque el atractivo de Salamanca era muy grande, mis padres querían vivir también en una ciudad en la que no estuviésemos muy lejos de nuestra familia más cercana que residía principalmente en Madrid y Tarrasa. Este requisito lo cumplía a la perfección Zaragoza. Esta ciudad se hallaba a 297 km de Barcelona y a 304 km de Madrid. Aunque no teníamos coche, la ciudad de Zaragoza estaba perfectamente comunicada con Tarrasa y Madrid por vía férrea, con lo cual nuestra movilidad en un sentido u otro estaba garantizada.

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Zaragoza, La Caesaraugusta, fundada como una colonia inmune a Roma en el año 24 a.C., fue la única ciudad del Imperio que recibió el nombre completo del Emperador: Caesar Augusto.

La ciudad asumió durante siglos un papel importante dentro de la provincia romana de Tarraconova convirtiéndose en su cabecera.

Además, contaba con el privilegio de acuñar su propia moneda y estar exenta del pago de los impuestos.

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La Zaragoza romana estuvo rodeada por fuertes murallas con un perímetro de 3 km, un grosor considerable (en algunos puntos, hasta 7 metros) y 120 torreones semicirculares. La parte exterior de la muralla tenía sillares de alabastro y caliza, mientras que la interior, estaba conformada por una argamasa. El trazado de la muralla Cesaraugusta se ajustaba a la forma de un campamento romano, rectangular con los ángulos curvos rodeando la trama propia de una ciudad nueva que se adapta a la geografía de su emplazamiento. La muralla romana contaba además con 4 puertas situadas en los extremos del Cardo y el Decumano: la puerta de Toledo (Oeste) y la de Valencia (Este), la puerta del Ángel (Norte) y la del Arco Cinegio (Sur).

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021
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El máximo esplendor de la ciudad se alcanzó en los siglos I y II d.C. y fue durante este periodo cuando se levantaron las grandes obras públicas de la ciudad como el Foro, el Puerto Fluvial, las Termas o el Teatro, así como alcantarillados y puentes.

Todo cambió el 17 de Mayo de 2021
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También nos enteramos que Zaragoza era la ciudad de el cierzo, ese viento muy frecuente en el valle del Ebro y que se podía presentar en cualquier mes del año alcanzando ráfagas de 100 km/h y más. Mi padre cuando soplaba el cierzo en Zaragoza decía que había que ponerse piedras en lo bolsillos para no salir volando.

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Era la ciudad de la Basílica del Pilar, el templo barroco dedicado a Nuestra Señora del Pilar.

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Era la ciudad del cachirulo, el pañuelo cuyo estampado era de cuadros rojos y negros o azules o morados y negros y que antiguamente llevaban los hombres alrededor de la cabeza para combatir el calor en la labranza y que en la actualidad es un símbolo folclórico de las Fiestas del Pilar.

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Era la ciudad de las Fiestas del Pilar, las fiestas patronales de Zaragoza que se celebraban en honor de la Virgen del Pilar, patrona de la ciudad.

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Y era la ciudad de los “adoquines, el dulce típico de Zaragoza. De uno de los viajes que mis padres hicieron a Zaragoza para conocer esa ciudad de primera mano y poder comprobar si sería una ciudad adecuada para nosotros, nos trajeron de regalo los famosos “adoquines” de Zaragoza que eran el souvenir estrella de quien visitaba Zaragoza.

Era un dulce en diferentes tamaños, desde el Adoquinazo de 200gr, de kilo, e ¡incluso de 5 kilos! hasta las bolsas de Adoquín Mini del tamaño de un sugus. Eran de muchos sabores, pero los sabores más tradicionales eran el de naranja, fresa, limón y anís. La característica principal de este peculiar dulce era que estaba duro como el hormigón. Su nombre no dejaba lugar a dudas, era un ladrillo de caramelo. Por eso hay quien decía que estaban hechos del mismo material que la cabeza de los maños.

Los adoquines que nos trajeron mis padres fueron de tamaño mediano y nos trajeron uno a cada uno de nosotros. A mis hermanos y a mi nos costó siglos comernos ese dulce, incluso alguno de nosotros no lo consiguió terminar. Era tan duros que sólo podías chuparlos ya que si los mordías probablemente te costaría una visita de urgencia al dentista.

Nos llamó la atención su bonito envoltorio ya que los extremos recordaban al cachirulo con los colores que indicaban el sabor del caramelo que llevaba dentro. En el centro del papel había una imagen de la Virgen del Pilar ataviada a juego con el color de los extremos. Pero lo que más nos hizo gracia es que, cuando lo abrías, en el interior del envoltorio habían escritas las letras de jotas aragonesas, normalmente letras muy cómicas.

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A pesar del adoquín, ya estaba decidido, nuestro próximo destino sería Zaragoza. Mi padre solicitó la plaza en Zaragoza y se la concedieron el 28 de junio de 1989. Pasaba de ser Administrador de la Administración de Hacienda de Tarrasa a ser Jefe de Unidad de Inspección de Delegación de Hacienda de Zaragoza. Vuelta a girar, vuelta a cambiar, vuelta a empezar.

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Mis hermanos y yo no estábamos muy convencidos de ir a vivir a Zaragoza. Mi hermana Patricia estaba a punto de cumplir los 15 años, yo tenía 13 años, Irene 12 años y el pequeño de la casa, Nacho, iba a cumplir los 8 años. Edades difíciles, especialmente las de nosotras que nos encontrábamos inmersas en una evidente adolescencia. Mis hermanos y yo no conocíamos Zaragoza, excepto por lo que mis padres nos habían contado de sus viajes de reconocimiento del terreno que habían realizado a la ciudad y pensábamos que nos íbamos a un pueblo en el que veríamos rebaños por las calles. Cosas de la adolescencia, cosas del desconocimiento de un lugar, cosas del miedo a los cambios.

La llegada a Zaragoza

A principios de septiembre de 1989, días antes de empezar el curso escolar, mis padres, mis hermanos y yo llegábamos a Zaragoza. Esa ciudad que seguro estaba dispuesta a conocernos. Esa ciudad que nos disponíamos a conocer. Mis padres nos habían dicho que habían alquilado un piso, pero mis hermanos y yo no sabíamos, o no habíamos querido saber, dónde se ubicaba exactamente el que iba a ser nuestro nuevo hogar.

De Tarrasa a Zaragoza fuimos en tren, ¡cómo no! Y llegamos a la estación de trenes de Zaragoza que en aquella época era la estación de trenes El Portillo. Esta estación, inaugurada el 17 de mayo de 1972, dejó de prestar servicio el 18 de mayo de 2003, justo 31 años después de su apertura, cediendo el testigo a la estación intermodal de Delicias. Llevábamos bastante equipaje, pero el grueso de nuestras pertenencias y enseres los había transportado un camión de mudanzas.

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Desde la estación de trenes de El Portillo cogimos un par de taxis para que nos llevasen a nuestro destino. A medida que el taxi en el que iba yo avanzaba, iba apostando mentalmente en qué edificio se pararía. Cuál fue mi sorpresa, y mi conmoción, cuando el taxi se paró en una calle en la que lo primero que vi fue mucha juventud, la mayoría embriagada, que iban en hordas de un lado a otro, o que estaban sentadas en la entrada de los portales de los edificios de la zona o apoyadas en los coches que habían aparcados en la calle. Más aún, estaban sentadas en la entrada del portal que llevaba a nuestro hogar. Habíamos llegado una tarde noche de un sábado de septiembre de 1989 a la Calle Doctor Lozano Monzon nº 1 centro de lo que más tarde nos enteraríamos que era la zona de marcha del momento, la zona llamada “El Rollo”.

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No fui la única que quedó conmocionada por lo que veían mis ojos. Mis padres y mis hermanos tampoco daban crédito al desfile que estaban presenciando. Mis padres habían ido a visitar el piso de la calle Doctor Lozano Monzón nº 1 un día por la mañana que entonces no había jolgorio alguno. Supongo que el arrendador del piso, deseoso de alquilar su inmueble situado en tan complicada ubicación, se le pasó comentarles a mis padres que el paisaje de la zona cambiaba mucho de la noche al día, del día a la noche. Nuestra primera impresión de Zaragoza iba a ser, desde luego, fácilmente mejorable.

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