Este capítulo se lo dedicó a él, al niño de la casa, a mi hermano Nacho. Mi padre compartió con él temas de conversación y aficiones que no hubiese podido compartir con sus nenas o su titis. Mi padre siempre estuvo orgulloso de él y, en cierta manera, también se veía reflejado en él. Diferentes pero muy parecidos. Padre e hijo. Dos caras de una misma moneda. Mi hermano hizo que el apellido Morillo siguiese vivo y presente, una responsabilidad que ha sabido llevar con excelencia.
Y por fin llegó el niño
Tuvimos que esperar al 26 de agosto de 1981 para que el príncipe de la casa llegase. Se llamó Ignacio, pero mi padre lo llamaba de un sinfín de maneras: “Nachete”, “Cuchifritin”, “el mozo”, “el niño de dos patas”, “el catedrático” o “Flanagan”. Ese niño colmó de felicidad las vidas de los que le esperábamos desde hacía tanto tiempo.
De muy pequeñito dormía en posición “rana” en el pecho de mi padre, pero la tranquilidad no duró mucho. Se convirtió en un niño muy movido e inquieto. No paraba. Nuestro pediatra en Madrid, el doctor Villegas, le recetó unas gotas que se llamaban “Variargil” que hacían que mi hermano durmiese por las noches. Eran mano de santo. Curiosamente, en unas vacaciones de verano, mis padres se olvidaron de darle las gotas la primera noche y durmió perfectamente. A partir de ahí “las gotas para dormir” fueron historia para mi hermano.
Recuerdo que unas navidades viviendo en Tarrasa, Hacienda preparó una ceremonia en una sala en Barcelona dónde a los hijos de los inspectores se les entregaba juguetes el día de los Reyes Magos. La edad de los niños a los que se les entregaban los regalos oscilaba entre los 2 y los 9 años. Mi hermano en aquel entonces tendría unos cinco años.
Los niños iban acompañados de sus padres y hermanos. La ceremonia empezó con unas actuaciones de payasos y cómicos con las que los niños se entretuvieron bastante. Con el famoso: “¡¡por ahí!!” que contestaban los niños a los payasos cuando el payaso principal decía que no veía venir al payaso secundario y entonces preguntaba: “¿dónde está?» y mi hermano a grito pelado, de pie en la butaca, y con la vena de la garganta hinchada. Al final de la velada se levantó un telón y apareció una montaña de regalos. Todos los niños se pusieron muy alterados cuando vieron semejante montaña, mi hermano Nacho aún se puso más alterado.
El orden para entregar los regalos era el de unos números que previamente habían sacado los padres por sorteo. En cuanto se oía un número por los altavoces, el niño al que correspondía dicho número salía al escenario y unos Reyes Magos se encargaban de darle los correspondientes regalos. A medida que subían los niños al escenario, la montaña de juguetes iba disminuyendo de tamaño. Mi padre no tenía de los primeros números, así que mi hermano Nacho iba viendo como los regalos iban desapareciendo del escenario.
Con lo inquieto e impaciente que era mi hermano, hubo un momento en que no aguantó más y le dijo a mi padre:
“Papá, ¿pero no ves que se llevan todos los regalos y que no va a quedar ninguno para mi?”
Mi padre vio a mi hermano tan desesperado que intentaba calmarle pero era casi imposible. Sabiendo lo ocurrido, mi padre pidió para el siguiente año estar entre los diez primeros. Y mi padre lo consiguió, al año siguiente mi hermano tenía el número cuatro por orden de entrega de regalos.
“Yo quiero una caña”
cuando apenas asomaba media cabeza de la barra de un bar al que fue con mi padre y mi tío José Mario;
“No me habíais dicho que debíais un recibo a la comunidad”
en una ocasión en que mi hermano descubrió el recibo impagado encima de una mesa y fue rápido a mis padres.
Mi hermano Nacho tenía la mala costumbre de hacer los deberes a última hora. Era muy habitual que el domingo por la noche estuviésemos ayudándole a pintar un dibujo, a hacerle unas sumas o a prepararle alguna manualidad. ¡Alguna vez incluso yo me equivoqué en alguna suma y mi hermano se enfadó conmigo! Mi padre se preocupaba porque eso de que dejase los deberes para última hora presagiaba que iba a ser mal estudiante en el futuro. Pero, ¡nada más lejos de la realidad¡, ya que fue muy buen estudiante.
Le gustan mucho los animales.
Cuando íbamos a visitar a mi tía Monicha, a mi tío José Mario y a mis primos a su chalet en Pozuelo de Alarcón (Madrid), mi hermano se pasaba todo el día con “Thor”, el perro de la casa, y con los gatos que tuvieron a lo largo del tiempo que vivieron en ese chalet, “Miky”, “Caruso” y “Grisi”.
Mi hermano tenía una conexión especial con “Thor”, que aunque era más grande que él , no se separaba del can ni un momento. La verdad es que ese perro era especial y todos le recordamos con mucha nostalgia. Incluso mi padre, al que los perros no le gustaban en demasía, tenía mucho cariño a ese perro tan leal y obediente.
Mi padre era más de gatos. Aunque mi hermano también era muy gatuno.
Era costumbre que mi hermano y mi padre se hiciesen cada verano una foto “tensándose”. Esta foto consistía en que mi hermano Nacho aparecía en el primer plano de la foto marcando pectoral y bíceps y poniendo cara de feroche. Lo mismo hacía mi padre, pero en segundo plano de la foto, detrás de mi hermano. Mi hermano fue creciendo y se hizo más fuerte porque hacía deporte e iba al gimnasio. Mi padre lo empezó a llamar “el forçut”, palabra en catalán que en español significa “el forzudo”. Curiosamente, mi padre dejó de querer hacerse las famosas fotos de “tensarse” al lado de mi hermano. Cosas de padre e hijo, cosas de la edad, cosas de la coquetería.
Mi padre y mi hermano veían juntos “Pressing Catch”, un programa de televisión que fue emitido por la cadena privada Telecinco a principios de los años 90. El programa mostraba los combates del campeonato mundial de lucha libre profesional.
En esa época, conocida como “la era dorada de la lucha libre profesional”, destacaban luchadores como Hulk Hogan, André El Gigante, El Último Guerrero o Randy Savage (“Macho Man”), los cuales conectaron rápidamente con el público. A diferencia de la lucha libre actual, durante esos años los luchadores destacaban por ser extremadamente excéntricos y por protagonizar historias de lo más absurdas y surrealistas, algo que hacía las delicias de los más pequeños. ¡Mi padre disfrutaba como un niño viendo el espectáculo!
Mi hermano y él bromeaban después haciéndose llaves marciales que habían visto en el programa. Una de sus preferidas era la llave “Doble Nelson”. En esta llave se juntaban las manos en el cuello del rival y se entrelazaban los dedos lo que permitía aplicar fuerte presión al cuello a la vez que se inmovilizaban los brazos. Mi padre y mi hermano practicaban la “Doble Nelson” con poca fuerza para no hacerse daño, pero sin deslucir la puesta en escena.
De muy pequeño, mi hermano se enganchó a los videojuegos, que en aquél entonces estaban casi en pañales. Cogía el joystick, o el “mango” como él lo llamaba, del ordenador que tenían mis primos, Jesús y Mario, en su casa de Pozuelo de Alarcón (Madrid) y no había quien se lo pudiese quitar. Recuerdo que cuando mi padre le llevaba al colegio “Airina” en Tarrasa, tenía que dar una vuelta tremenda desde nuestra casa al colegio para evitar “El Casinet”, una sala de videojuegos llena de luces y ruidos a la que mi hermano no podía resistirse.
Más tarde se aficionó también a “los juegos de rol”. Mi padre quedaba maravillado con la minuciosidad con la que pintaba las diminutas figuras de esos juegos. De mayor aún sigue echando partidas de videojuegos, aunque ahora se lo toma con más calma que de pequeño.
Era y es aficionado al mundo “extraterrestre” y de los “ovnis”, con decir que su película favorita es “Alien, el octavo pasajero” (1979) ya digo todo. Siempre le ha gustado saber del universo, de lo que hay más allá del planeta tierra. Mi tío José Mario le regaló, con muy buen acierto, el libro de Carl Sagan, “Cosmos” (1980). Mi hermano no paraba de ver sus fotos y, cuando fue más mayor, se lo leía y se lo releía.
Le ha atraído todo lo que estuviese por encima del cielo y en el cielo. Recuerdo que de pequeño estaba obsesionado con el tema de los aviones y el que rompiesen la barrera del sonido. Si veía en el cielo un avión le preguntaba a mi padre si había roto la barrera del sonido. Hablaban entre ellos de los aviones supersónicos y de los Machs (unidades de medida de la velocidad del sonido).
Mi padre le decía a mi hermano que Charles Elwood Yeager fue el primer hombre en atravesar oficialmente la barrera del sonido, el 14 de octubre de 1947, volando con el avión experimental Bell X-1 a velocidad Mach 1 y a una altitud de 45.000 pies. Mi hermano, cuando escuchaba estas historias, ponía los ojos como platos y no paraba de hacerle más preguntas a mi padre sobre este tema. Son las cosas del universo, son las cosas del cielo, son las cosas del volar.
Desde muy pequeño mi hermano jugó al baloncesto. Mi padre le llevaba a los entrenamientos y a los partidos. Entre los amigos de mi hermano, mi padre se ganó el apodo de “El talismán” cuando le iba a ver a jugar. Mi padre era el fan nº1 del equipo en el que jugase mi hermano. Después de cada entrenamiento, mi padre le daba a mi hermano masajes en las piernas con linimento para relajarle los músculos.
Ya de mayor, mi hermano estuvo jugando en una liga amateur y después de esa etapa jugaba, de vez en cuando, alguna pachanga con sus amigos. En una de estas pachangas acudieron como espectadores de lujo unas moscas negras que llenaron de picotazos las piernas de mi hermano.
“¿Qué tal va la comida repugnantilla? “ o “¿Qué comistrajos tienes para hoy?”
refiriéndose a lo soso y poco vistoso de los platos que mi hermano se preparaba. Y entonces a continuación decía mi padre: “¡Anda, hazte un par de huevos fritos que ya verás qué bien te sientan!”.
Siempre ha sido muy despistado. Mi padre solía decir: “Con lo inteligente que es en su trabajo, y lo distraído que es en el día a día”. Y era cierto. Solía ir apresurado en hacer las cosas y al final se le olvidaba algo o llegaba tarde a algún sitio. Mi padre creía que por ese despiste le ocurrían cosas que a la mayoría de los mortales no le ocurrían.
Era muy divertido porque mi padre decía que se echaba a temblar cuando mi hermano Nacho abría la boca ya que solía ser para pedir algo o dar un “sablazo” (monetario). Mi padre le decía:
“¡Parece que te ha hecho la boca un fraile!”
A veces si mi hermano pedía mucho, mi padre le contestaba: “Te voy a dar un mire usted y un sí señor”. Pero mi padre se desvivía por darle lo que pedía y movía cielos y tierra para conseguir lo que necesitase.